De “Generación Perdida” hablaba el New York Times el pasado mes de enero para referirse a la grave situación del paro juvenil en España que afecta a prácticamente la mitad de jóvenes entre 16 y 35 años. Hace dos semanas este problema se volvió a debatir durante el foro organizado en Oslo por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

La situación en lugar de mostrar visos de mejora a corto plazo, se le ha escapado de las manos al actual gobierno español, incapaz de generar políticas efectivas encaminadas a la contratación de los más jóvenes y de reinsertar en el mercado laboral a aquellos desempleados.

Pero más allá de las políticas que emanan de cualquier gobierno, se añaden en el caso español unos factores socio-culturales convertidos en endémicos que han empeorado el problema. Es cierto que, si por un lado, nos encontramos con una juventud mejor formada que la anterior, por otro lado, se trata de una generación que no ha sido ni educada, ni preparada para afrontar una crisis como la actual por culpa de algunos elementos imperantes en una colectividad como la española que atrapa a los jóvenes y los sumerge en la espiral del paro.

La juventud española ha cambiado, evolucionado y se ha modernizado mucho en cuestiones referidas a valores morales, pues la europeización vivida en España durante los últimos 35 años se ha plasmado en una tolerancia con lo relativo a la moral de cada uno, pero que también ha ido acompañada de una mayor dependencia e inmadurez, sobre todo en los vástagos de los “baby boomers” y especialmente en aquella generación de padres que vivieron el mayo del 68 y han educado a sus hijos ofreciéndoles mucho de accesorio y poco esencial, como como le he escuchado decir al sociólogo Francesc Xavier Altarriba.

Los jóvenes españoles conservan como se vislumbra encuesta tras encuesta muchas de las preferencias que en España, generación tras generación, se han instalado en el esqueleto de nuestra sociedad. La salud y las relaciones afectivas (familia, amigos y amor) son por delante del trabajo, ocio y estudios, prioridades de la gente joven. Posiblemente no le den tanta importancia al dinero como sí le dieron los de la generación “baby boom”, pero la importancia del entorno provoca que la movilidad geográfica entre el colectivo juvenil siga igual de nula que en sus progenitores.

Muchos de los jóvenes españoles han sido educados para vivir en la ciudad que les vio crecer, para encontrar una vivienda cerca del domicilio de los padres, para encontrar pareja en el círculo de amistades de los 15-25 años y para trabajar en la misma ciudad.

De hecho, la prioridad de muchos hombres y mujeres de entre 20-40 años sigue siendo la misma que la de sus padres, esto es, adquirir una vivienda y un coche. Esos dos bienes materiales, como los relacionados con ocio y la compra de ropa, justifican actualmente la gran mayoría de solicitudes de los préstamos al consumo en España.

Y no es que me parezca mal, pero llama la atención que la formación, como el pago de másters, la continuidad de estudios de posgrado u otra preparación académica no figura entre los fines para los que se solicitan dichos créditos bancarios.

Un estudio reciente de la empresa holandesa de recursos humanos Randstad incidía en estos mismos aspectos. El componente cultural, el concepto de familia y amigos, la preferencia de comprar una casa frente a alquilarla, el trabajo de la pareja, así como la inseguridad y la edad del candidato, impiden la movilidad geográfica de los españoles.

Amistades
Casi 7 de cada 10 estudiantes españoles reconoce tener siempre los mismos amigos, porcentaje muy elevado si se coteja con otros países de nuestro entorno como Francia o Alemania, donde la movilidad a la que acostumbran sus ciudadanos hace que una misma persona tenga diferentes grupos de amigos no sólo en su país, sino también fuera de él.

Hay quienes afirman que los programas Erasmus han cambiado mucho la movilidad de los estudiantes españoles, algo que no es del todo cierto y es, a la vez, ampliamente discutible. Personalmente soy de los que piensan que si bien la finalidad de Erasmus para estudiantes es muy loable, en estos momentos de crisis económica y con un 30% de universitarios en paro, ha demostrado todas sus carencias.

Un 72% de los estudiantes españoles ha salido en algún curso a estudiar al extranjero, porcentaje que puede parecer alto, pero muy bajo si lo comparamos con el 1,5% de jóvenes que cursan todo su grado universitario en cualquiera de los países de la Europa de los 27. Esa pequeña proporción aludida representa verdaderamente a las personas que estarían dispuestas a desarrollarse profesionalmente fuera de España, porque el resto de jóvenes que viajan lo hacen para aprender o perfeccionar un idioma y por el deseo de viajar, según el estudio de Pilar Pineda, “La movilidad de los universitarios en España”. Los motivos académicos-profesionales quedan relegados a un segundo plano.

Los 25.000 estudiantes españoles Erasmus son una cifra muy baja comparada no sólo con los de China, EE UU, Japón, Francia, Alemania o Italia, sino que incluso nos superan estados como Marruecos, Grecia, Polonia o Kazajstán. El número de estudiantes autóctonos más allá de nuestras fronteras se sitúa en niveles similares a Ucrania.

¿De qué sirve entonces que España sea uno de los estados que más invierte para que sus alumnos estudien en el exterior si luego sólo el 28% está realmente dispuesto a cambiar de residencia por motivos de trabajo? Aquí vuelven a entrar en juego los factores educacionales y culturales aludidos en este artículo que influyen ahora de forma tan perversa sobre el paro juvenil.

La movilidad debería de ser una práctica generalizada entre todos los jóvenes, estudiantes o no, pero es necesario para ello reconsiderar las políticas actuales e instaurar un sistema de incentivos y becas pero que favorezca no sólo a aquellos jóvenes que proceden de un nivel socioeconómico medio-alto, ya que eso supone la falta de equidad en el acceso a programas de traslado geográfico.

Resulta asombroso que el nivel de renta influya más que los logros académicos de los estudiantes y se prive a miles de universitarios a ampliar sus horizontes académicos por una política que se ha comprobado ineficaz.

Los ejemplos de China y la India son ilustradores. En el primer caso, han pasado de tener 13.997 personas estudiando en otros países en 1974, a 181.200 en 2002, y la asombrosa cifra de 343.126 en 2004, lo que ha convertido a China en el primer país de origen en enviar universitarios. Los vínculos y las redes –lo que los ingleses llaman networks– que sus jóvenes han establecido en terceros países han tenido un impacto importante en el crecimiento económico chino y la calidad de su educación superior, como admite Madelyn C. Ross en un informe del Instituto de Educación Internacional.

En el caso de la India, el deseo abrumador por parte de sus estudiantes universitarios, alentados siempre por sus padres, a adquirir una licenciatura en el extranjero ha conducido a tener cerca de 130.000 alrededor del mundo. La búsqueda de una mejor educación, la empleabilidad en el mercado laboral mundial, y el deseo de establecer vínculos estratégicos de tipo personal se han convertido en los principales impulsores de la movilidad internacional de los estudiantes indios. Por eso no resulta extraño que sus estudiantes se hayan convertido en mano de obra cualificada en los Estados Unidos.

Tanto China como India además de estar entre los principales emisores de estudiantes al extranjero, se van a convertir en los años venideros en importantes países receptores de estudiantes universitarios de todo el mundo.

La reflexión que deberíamos realizar en España es importante. Resulta desalentador que sólo uno de cada diez universitarios españoles estudia en centros de fuera de su comunidad, lo cual no es de extrañar porque prácticamente hay una universidad en la puerta de casa de cada alumno. Aquí tenemos 714 centros universitarios frente a los 164 del Reino Unido, o lo que es lo mismo, 2.380 estudiantes por facultad en España frente a los 14.000 del caso británico. No es que las aulas allí estén abarrotadas de universitarios, pero la racionalidad de la organización de su sistema evita que puedan aflorar tantas universidades como ha ocurrido en España desde 1982.

Si desde bien temprano se educa y acostumbra a las personas a tenerlo todo al alcance de la mano, familia, amistades, pareja y trabajo, en su entorno más inmediato, se contribuye a edificar un estilo de vida paternalista que en circunstancias tan negativas como las actuales se convierte en una trampa para los jóvenes parados españoles.

La movilidad académica internacional contribuye al desarrollo de la ciencia, el pensamiento y, en definitiva, al progreso. Si se quiere atajar el problema del desempleo juvenil habrá que emprender una transformación radical de esos principios autocomplacientes que se resumen en expresiones del estilo “como en España no se vive en ninguna parte” por parte de toda la sociedad, no sólo del gobierno, sino especialmente de todos aquellos que asumimos un rol educador.