La historia que a continuación voy a contar es una de las miles que se reproducen en Kenia a diario con características miméticas. Es el caso de Alice Kadzo, una chica embarazada de cuatro meses a sus 15 años de edad y que hoy ha vuelto a desaparecer de su casa.
A los dos días de mi llegada a Nairobi, tuve la oportunidad de conocer a su madre, Rebeca Sidi, de 33 años, quien me estuvo explicando que su hija llevaba dos días sin volver a su domicilio. Sin embargo, a la semana volvió a su casa. Este era un nuevo problema añadido a la vida de Rebeca quien fue madre también a los 15 años y quien tiene ahora cinco hijos en total, uno de ellos en prisión por haber abusado de una menor.
Pero como cuando la vida te aprieta, lo hace por todos los costados, la menor embarazada se ha escapado nuevamente de su chabola asentada en el interior del colegio católico San Vicente, y nadie sabe ni dónde, ni con quién. Posiblemente lo haya hecho con su novio y esté vagando de chabola en chabola, pero tampoco es del todo cierto, porque en Kenia como en casi todos los países del África subsahariana, cuando una mujer, menor, queda embarazada, el padre se pone de perfil y huye cobardemente. Además, normalmente, el hombre suele ser un individuo mayor de edad, que roza los 30 años, y que pocas veces es perseguido por la policía.
Según varios estudios efectuados en este país, el 25% de las niñas de 15 a 19 años están embarazadas o tienen hijos. La explicación está en que una inmensa mayoría, cerca del 90%, no utilizan medios anticonceptivos y que la educación sexual sigue siendo tabú en una sociedad donde cualquier intento de comunicación en este sentido entre padres e hijos o en las escuelas es vano.
La incidencia del problema es mayor en los colegios situados en áreas remotas, rurales y zonas urbanas desfavorecidas, como los “slums”, mal preparados para manejar la educación sexual. En Kibera, por ejemplo, ha sido el gobierno de los EE UU quien ha desempeñado a través del USAID una importante campaña de concienciación entre sus habitantes para evitar la propagación de la enfermedad a través de campañas de información, tests de la enfermedad y la distribución gratuita de preservativos.
Diferentes estudios, como la Encuesta de Salud de Kenia, apuntan que las jóvenes mejor educadas son menos propensas a quedarse embarazadas pronto, a contraer matrimonio temprano, más propensas a practicar la planificación familiar, y que sus hijos tienen una esperanza de vida mayor.
Las niñas de este país aprenden desde muy pequeñas todo sobre el sexo. Acostumbradas a hacer vida en el mismo habitáculo que sus padres, muchas de ellas son testigos de las relaciones sexuales entre sus progenitores desde edades tempranas, y quieren sentir la experiencia. Otras simplemente piensan que por mantener relaciones sexuales, van a escapar de los horrores de la pobreza.
Las consecuencias son evidentes. Los embarazos no deseados, el abandono escolar y ser el décimo país del mundo con más enfermos de Sida son las puntas de lanza del problema. Pero hay otros efectos que no aparecen en las encuestas y son perversos para la vertebración social de esta comunidad.
La vida de Alice no va a ser fácil a partir de ahora. Ha dejado los estudios, no quiere que en el Instituto la vean con esa tripa a punto de explotar por vergüenza a los comentarios de sus compañeros. Alice ha emulado el ejemplo de su madre de ser una adolescente embarazada y posiblemente replique también su trayectoria vital asentada en la pobreza más extrema.
La deserción de la escuela asegura una vida de pobreza a estas chicas, y muchas de ellas también terminan afectadas por el VIH o por el SIDA. De hecho, la prevalencia del VIH en las mujeres de Kenia con edades comprendidas entre 15 y 24 años es de un 5%, en comparación con sólo el 1% de sus homólogos masculinos.
Como la falta de educación les impide manejar habilidades, muchas de ellas terminarán metidas a prostitutas…, y vuelta a empezar del problema. Todos los esfuerzos se vienen abajo. Como el estado de ánimo de David Monari. Todo lo que ha hecho por esta familia, para que los hijos de Rebeca sean educados y puedan lograr su independencia económica, se esfuma por esta circunstancia.
Es hora de dejar la chabola de Rebeca. El único con ánimo de despedirnos y acompañarnos a la diminuta puerta es Emmanuel Mwoninga, el más pequeño de la familia, de 10 años. Emmanuel es la única sonrisa que permanece en aquel lugar.