Descenso al infierno de Kibera
Fuera hace frío y dentro no. Los diminutos pies de Denis están fríos, pero su mirada no. Se chupa el dedo y trata de tocarme con él mi rostro, de forma que hago un gesto esquivo, y su padre, George Ouma, le increpa por su juego. Fuera empieza a llover y este techo destartalado misteriosamente evita la filtración del agua.
Denis a sus tres años es el penúltimo de siete hermanos, con edades comprendidas entre los 15 y los dos años. Apenas balbucea palabras a diferencia de su hermano pequeño, Samuel, que no deja que me acerque a él so pena de romper a llorar. Sus padres, George y Evelyn, de 40 y 30 años viven en un antro, chabola, cabaña, que no llega a la categoría de vivienda, de apenas tres metros cuadrados, sin suelo, con paredes improvisadas por la que pagan 10 euros de alquiler al mes. Este reducido espacio hace las funciones de cocina, dormitorio y de improvisada sala de estar para recibir visitas. No hay aseo, no hay agua, no hay electricidad ni ninguna clase de servicios básicos.
La familia de George Ouma son los moradores del infierno de Nairobi, Kibera, el mayor “slum” o barrio pobre de toda África, del tamaño de dos kilómetros cuadrados y en el que se hacinan casi dos millones de personas que viven con 40 céntimos de euro al día.
El ambiente en la chabola de la familia Ouma es irrespirable, una mezcla del keroseno de su única lámpara que les ilumina, unido al olor al carbón que emplean para cocinar, y la goma que George emplea para unir las suelas de las chanclas que el mismo fabrica de forma artesanal. “Al día vengo a hacer una diez”, me comenta, cantidad que resulta insuficiente para sacar adelante todos los meses a su familia. En ese momento recuerdo la talla de mi hija y le pido que me elabore un par de la talla 30, pero tiene ya unas fabricadas y me las ofrece. “¿Cuánto?”. “Doscientos shillings (dos euros)”, me pide. Le ofrezco 1.000 shillings, el equivalente a sus ganancias en medio mes, y por supuesto que no tiene cambio si no tiene dinero. “No importa”, le replico, “para mí, 1.000 shillings”.
La vida de George por sacar adelante a su familia es muy dura. Trata de ganarse honradamente la vida, pero cuando intenta vender las sandalias en el centro de Nairobi, la policía les persigue del modo que en España, porque claro no paga impuestos, y si le alcanzan pueden requisarle todo.
Denis sigue en mis brazos, y a medida que me gano su confianza, se acurruca sobre mí. La mirada de estos niños está perdida, maduran a pasos agigantados, pero agradecen las mismas tonterías que los niños de todo el mundo. Creo, de hecho, que los niños de todo el mundo hablan y entienden el mismo idioma.
La sonrisa de Denis y la de sus hermanos reconforta a cualquiera. Les construyo barcos de papel y les escribo su nombre sobre cada uno de ellos: Kevin Ochieng, Moses Otiend, Kennedy Omiandi, Vivian Akinyi, Denis Odhiambo, Samuel Onyango…, pero falta Monicah Awind. “Ella está en misa, ahora regresará”, me comenta George.
La fe es lo único que le queda a toda esta gente. Monicah quiere ser religiosa católica. Hoy domingo las numerosas iglesias que se levantan sobre Kibera están en plena ebullición de gente, cantos y rezos. Son centros de culto cristianos, protestantes o católicos, igual da, el caso es que rezar es la única válvula de escape que les queda a los moradores de este maldito lugar del que el resto del mundo parece haberse olvidado.
Más de la mitad de sus habitantes no tiene el apoyo económico de nadie, ni ONGs, ni gobierno, ni autoridades locales. Creer en Dios es su consuelo. La familia de George y Evelyn es una de las miles que malviven en Kibera y David Monari ayuda. Aquí, el SIDA, la malaria, las fiebres tifoideas, la hepatitis y los problemas respiratorios son cotidianos. Previamente al descenso a este infierno hemos comprado algunas provisiones para ellos, azúcar, jabón, maíz…
Pero son las dos de la tarde y aún conservo en la memoria la hediondez que se desprende en Kibera tras dos horas de nuestro regreso. Allí no hay mercado de drogas, porque no hay dinero para adquirirlas, el único mercado que hay es el del sexo.
Pese a que la prostitución está castigada en la legislación de Kenia, las niñas y las mujeres se prostituyen en las chabolas. La prostitución pone incluso en riesgo a las niñas desde los 9 años de edad con las que cualquier desalmado puede acostarse por 20 céntimos de euro. Las violaciones de mujeres se repiten diariamente. Las mujeres y los niños son la parte más débil de esta comunidad.
“Y que ocurre si un niño nace con cualquier deficiencia psíquica o física”, pregunto. Dos segundos de silencio… “Son lanzados a la basura nada más nacer”, me apunta David. “Pero, ¿y la policía no actúa?”, insisto. “¿Dónde está la policía, tú la ves”, me replica.
Es cierto, no se ve por ningún lado. Aquí no hay más ley que la de sus gentes. Los conflictos entre vecinos o familias los resuelven entre ellos mismos. Cuando en Kibera se quema una chabola todos sus moradores fallecen dentro abrasados porque los bomberos no pueden llegar ante la sinuosidad de sus estrechas calles, empinadas y convertidas en un barrizal donde tienes que ir sorteando las piedras y la resbaladiza tierra que forma una pasta con el agua de la lluvia, la orina, los excrementos humanos y la basura. Son los vecinos quienes tienen que extinguir el fuego si no quieren que las llamas se extiendan por todo el poblado y destruyan sus cobertizos.
Mi conversación con los pequeños de la familia de George y Evelyn continúa. Tan sólo el llanto desgarrado de una niña de dos años desde fuera desvía mi atención y me pone en guardia. No sé si tiene hambre, frío, sueño, está enferma o todo ello, pero el caso es que el sollozo de un niño aquí tiene un sonido diferente porque inmediatamente te asaltan muchos interrogantes a la cabeza.
Kevin quiere ser médico y sus hermanos Samuel y Moses quieren ser jugadores del Manchester United. La pequeña Vivian, de 6 años, sonríe con vergüenza. En Kibera los niños albergan la esperanza de salir del sitio maldito algún día y para ello David Monari se esfuerza en dotarles de una educación que les permita ir a la universidad y obtener puesto de trabajo digno, aspiración que comparten sus padres, atrapados desde que nacieron en Kibera y que esperan que sus hijos salgan de aquí cuanto antes. La educación es clave para el futuro de los niños de Kibera.
Los pequeños se cuidan unos a otros con un verdadero sentido de la responsabilidad. Los mayores cogen en brazos a los más pequeños y Denis sigue sentado en mi rodilla. Monicah y Kevin se pasan de brazos a Samuel, que apenas respira bien, por los problemas respiratorios de una bronquitis crónica y asma que padece.
Para el año 2030, el gobierno keniano se ha propuesto acabar con la existencia de los barrios míseros como Kibera en todo el país, pero contribuir a dotarle una vida digna a los dos millones de personas de aquí es una tarea ardua para poder conseguirlo en 20 años.
Durante mi experiencia en Kibera sólo he visto dos individuos de raza blanca, extranjeros, uno de ellos con pinta de fotógrafo de revista norteamericana. El resto de los que acoge Nairobi se encuentra en centros comerciales como Yaya, a menos de un kilómetro de distancia, donde puedes adquirir prendas de Ermenegildo Zegna o Armani a precio europeo. Una gran mayoría de ellos sigue los consejos de sus respectivas embajadas, como la española, que recomiendan que bajo ningún concepto visites Kibera.
Es cierto que este poblado es un infierno. El poblado es atravesado por las vías férreas que unen Kampala con Nairobi. Diariamente, por la mañana y por la tarde, el tren hace su particular descenso a este abismo, gélido, húmedo y nauseabundo, un lugar que debería desaparecer, indigno para Denis, sus hermanos, sus padres y todo ser humano, y que constituye uno de los nuevos campos de concentración del siglo XXI para nuestra vergüenza.
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