Hubo un tiempo en que la resaca de la derrota electoral del PP de 2008 abrió un amplio debate de alto voltaje acerca de la ubicación ideológica del partido. Pese al habitual uso y abuso del manido centrismo, la línea más dura del PP hizo desembocar, en los años anteriores, a la formación a derroteros políticos de bloques enfrentados y de frentes que tuvieron sus consecuencias en la incapacidad de abrir puentes de diálogo con los nacionalistas, la convocatoria de manifestaciones inoportunas y la dureza de los discursos. Asumo que la oposición es necesaria para fiscalizar al Gobierno, pero las formas son muy importantes, y hasta que no se llegó al Congreso de Valencia, el PP tuvo un gran problema para volver a ilusionar y conectar con la sociedad.

Esta catarsis del PP es muy similar a la situación que atraviesa la derecha de EE UU, con la diferencia que allí la mayoría ciudadana está ideológicamente más identificada con los conservadores que en España, algo que muy bien retrata Sam Tanenhaus en su último libro, leído esta semana, “The death of conservatism” (“La muerte de la derecha”).

Es curioso pero el relato de Sam Tanenhaus es muy equiparable, con sus matices lógicamente, a la derrota electoral del PP en marzo de 2004 o 2008 y ahora a la derecha estadounidense. Dice que allí la derecha no está solamente en retroceso sino que está fuera de la realidad y que ha abandonado los ideales de la Revolución Reagan. Cita el ejemplo de la crisis económica actual, la más profunda desde la Gran Depresión, y donde los políticos conservadores viven aparte, preocupados en causas irrelevantes de otros tiempos.

La autopsia de Tanenhaus no es la de un intelectual de izquierdas que hurga en la herida del contrincante para castigarlo aún más. Realmente escribe y ensalza a algunas figuras de la historia del conservadurismo como a Edmund Burke y a Benjamin Disraeli o a algunos gobernadores republicanos actuales. Donde su crítica es exacerbada es en la comparación de ciertos políticos con los cadáveres exhumados de Pompeya, agarrotados en posturas rígidas, atrapados en el rigor mortis de una ideología en defunción.

En EE UU cohabitan dos ideas opuestas en el conservadurismo. Por un lado, la de los inmovilistas y, por otro, la de gente como Schwarzenegger quien anima a sus compañeros de la derecha a deshacerse de la lealtad a ciertos “principios”, en la línea de lo que Disraeli hiciera en su tiempo.

¿Están los conservadores preparados para emprender este camino en la actualidad?, se pregunta Tanenhaus. “No a juzgar por las evidencias”, se contesta. Los nuevos líderes de la derecha norteamericana, Rush Limbaugh, Newt Gringrich, Bobby Jindal o Sarah Palin viven apartados de la realidad. Revistas como “The Weekly Standard”, sofisticadas en años pasados, se han vuelto revanchistas. Los directores de esas publicaciones, sostiene el autor, no distinguen el análisis del amparo o entre la lucha de ideas y la batalla por el poder. Para ellos, el Partido Demócrata y de algún modo sus militantes son simplemente enemigos y si la mayoría del país los respalda, se convierten también en el bando enemigo.

Responsabiliza a los dirigentes republicanos que durante muchos años han abusado en su posición de dominancia, que no han creído en la necesidad de abrir una reflexión profunda sobre sí mismos, sobre la naturaleza del gobierno y sociedad, y sobre el papel de los políticos.

La derecha americana ha atravesado otros períodos difíciles en épocas pasadas, como en 1954 cuando el senador McCarthy fue censurado por la administración Eisenhower y defenestrado por sus compañeros del Senado. O cuando Barrry Goldwater sufrió diez años después una de las derrotas electorales más sonadas de la historia. No fue hasta Ronald Reagan cuando se inició la revolución conservadora que más influyó en los políticos de EE UU durante los siguientes 25 años.

Por tanto, sostiene Tanenhaus, la derecha americana debe encarar la realidad como Whittaker Chambers lo hizo hace 50 años porque la sociedad norteamericana ha entrado en una fase conservadora, quizá la más importante desde los años de Eisonhower.

La historia del conservadurismo tras la Segunda Guerra Mundial se ha caracterizado por un constante debate entre quienes respaldaban las tesis de Edmund Burke de fortalecer la sociedad civil ajustándola a las condiciones cambiantes. Es decir, Burke proponía que había que conservar lo bueno y corregir lo que no lo fuera. En el otro lado han aparecido los revanchistas más preocupados por hacer constantemente la contrarrevolución. Realismo y revanchismo no son divisibles y alrededor de ellos se identifican los fieles de la derecha norteamericana, con la diferencia que el revanchismo lleva ganada la mayoría de las partidas.

El autor coloca a Bill Clinton (¿?) y a Dwight Eisenhower, quien impidió la sexta derrota consecutiva de los republicanos como los dos verdaderos presidentes conservadores de la era moderna y los dos mejores. Las ideas burkenianas de ambos de neutralizar los movimientos de fuerza en el Congreso, les salió bien.

El periodista de temas políticos estadounidense, Samuel Lubell, escribió en su clásico “El futuro de la política americana” que en EE UU realmente hay pocos períodos en los que los dos partidos con opciones de gobernar hayan sido altamente competitivos entre ellos, alternando uno con otro tras las elecciones. El modelo habitual ha sido el de un partido dominante que ha permanecido en el poder mientras ha existido cohesión interna, y un partido minoritario que se ha ido haciendo más grande y poderoso cuando el partido gobernante se resquebrajaba. “Nuestro sistema político solar no está conformado por dos soles con la misma fuerza, sino por un sol y una luna. El partido en la oposición, es la luna, y se alimenta de las luminiscencias emitidas por el astro rey que gobierna.

Desde la fundación de EE UU, el país ha estado dividido entre los impulsos progresistas y conservadores. Ambos forman parte de la dialéctica política. Tanenhaus asevera que hay señales evidentes de un creciente debate en la derecha.

En los primeros meses de la presidencia de Obama, el moderado gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, aconsejó a sus compañeros de partido a hacer lo que la gente quiere de los políticos, antes que enrocarse en ideologías. El gobernador de Florida, Charlie Crist, le dio la razón. Incluso un gobernador como el de Utah, Jon Huntsman, afirmó tener más cosas en común con la administración Obama que con su propio partido. Lo que Schwarzenegger rechaza son los principios que abrazan Sarah Palin y otros gobernadores que rechazaron con orgullo la ayuda federal para sus estados.

El autor se cuestiona cómo la derecha podría reconectar con la sociedad. Para ello, insta a los políticos conservadores que se inspiren en la experiencia de los progresistas de hace una generación. Hubo quienes se obsesionaron con sus principios identitarios y otros quienes se fijaron más en los argumentos expuestos desde la derecha. Eso es lo que hizo Bill Clinton, “en nombre de quienes trabajan, pagan sus impuestos, educan a sus hijos y cumplen la ley”, es decir, las clases medias. Ese lenguaje fue extraído de las alocuciones conservadoras de los años 60. Hasta Obama, hizo un reconocimiento especial en la campaña electoral de 2008 a la labor transformadora de Ronald Reagan.

EE UU necesita una seria y rigurosa oposición, pero la derecha americana ha demostrado haberse equivocado, por lo que está en la obligación –insta el autor- de reflexionar y repensarse. Rechazar el extremismo por la moderación, purismo por pragmatismo, revanchismo por realismo. Sólo a partir de ahí la luna podría convertirse en sol.