Este primer miércoles de marzo, mientras populares y socialistas o los llamados “negociadores” mantenían un encuentro para consensuar las medidas para atajar la crisis –dos años y medio después de su estallido, conviene matizarlo-, la Comisión Europea, por boca de su presidente, Durao Barroso hacía un llamamiento para aprobar a corto plazo el impulso de nuevas políticas económicas que eviten la situación actual, donde unos países como Francia, Alemania o Reino Unido lideran la salida de la recesión, y otros, España y Grecia por ejemplo están en el vagón de cola de la recuperación.
Lo que la CE pretende ahora, después del fracaso del Tratado de Lisboa demostrado con la crisis, es que los países integrantes consensúen las mismas políticas y cooperen para su puesta en funcionamiento. O lo que es lo mismo, más UE, y menos Estado.
El debate está servido. En la línea divisoria que separa a los ‘globalizacionistas’ de los ‘escépticos’, la tendencia es que los estados-miembros sigan perdiendo poder e influencia ante instituciones supranacionales como la europea, y se vean obligados a renunciar a competencias para regular muchos asuntos que se desarrollan en estamentos superiores.
Ni España, ni ningún país de la UE, pueden permitirse el lujo de ignorar las políticas emanadas desde Bruselas. Y la capital comunitaria tampoco quiere que ningún estado miembro vaya por libre, como se ha visto en los últimos dos años.
De hecho, los anuncios de cambios en la edad de jubilación, sueldos de los funcionarios, subida de impuestos, etc., de los últimos tiempos del Gobierno tienen más que ver con la presión de las autoridades comunitarias que de la propia voluntad gubernamental. Si hasta hace dos meses uno podía pensar que el Ministerio de Economía español estaba localizado en Moncloa, tengo el convencimiento de que ahora se encuentra en la 13ª planta del edificio Berlaymont de Bruselas.