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Internet e Innovación

«Made in Kenya», innovaciones para salir de la pobreza

11 noviembre 2010 No hay comentarios

Evans Wadongo

La atmósfera que envuelve Kenia no es nada liviana y de vez en cuando es bueno darse una tregua. Es lo que hice ayer. Descongestionarse un poco de todo lo que ves y te rodea, con una cerveza con otros europeos que están aquí para lo mismo que yo, contribuye a ello. Ayer Daniel, con acento en la a, salió del hospital donde ha estado ingresado un par de días. Todo fue por unas patatas fritas que se le antojaron de un puesto ambulante y le supusieron un buen disgusto. Cualquiera puede imaginarse el volcán en erupción en el que se transformó Daniel. Al parecer el aceite estaba sucio, en malas condiciones, como la gran mayoría de lo que puedes encontrarte fuera de supermercados o cafeterías de centros comerciales.

No me fío de estos puestos callejeros, aunque la comida en Bella a base de ugali y kale con los dedos como herramienta, no es que parezca mucho mejor, pero la realidad es que mi estómago no ha reaccionado mal.

Hoy me dispongo a describir la realidad a través de la parte licuosa del vaso, no la que está vacía. Desconozco cuánta agua hay pero veo que es la suficiente como para seguir creyendo en que saldrán algún día de la pobreza.

La misma situación del país ha agudizado el ingenio de sus emprendedores, y estos últimos días he conocido iniciativas interesantes que me hacen ver que lentamente se irá ganando la partida a la miseria.

Eran las 10 de la mañana del pasado martes y David Monari recibe una llamada. Es Linda Muragui, 16 años, una estudiante que se encuentra a 780 kilómetros de Nairobi, casi en la frontera con Uganda donde acaba de terminar los exámenes de bachillerato y quiere regresar a la capital keniana pero no tiene recursos para hacerlo.

Encontrar una solución a ello hace unos años hubiera sido imposible o inviable en menos de 48 horas. Sin embargo, David en cuestión de dos minutos lo soluciona a través de un mensaje de SMS a través de la plataforma que Safari.com tiene creada para envíos de dinero. La cifra, 20 euros para el billete de regreso en autobús, ya la tiene Linda en su poder.

El propio Monari me cuenta que este servicio lo lleva utilizando desde hace unos cinco años y le ha supuesto ahorrarse muchos quebraderos de gente que necesita urgentemente contar con dinero para afrontar pagos urgentes.

Por otro lado, la empresa East African Packaging Industries (EAPI) se ha propuesto hacer más asequible las ceremonias de despedida de los seres queridos de los kenianos. ¿Cómo? Sacando al mercado unos ataúdes fabricados en cartón reciclado con asas de plástico y que suponen un ahorro de más de 300 euros respecto a los ataúdes convencionales de madera. El invento se llama “Eco-Jeneza”.

Eco Jeneza de EAPIEste ahorro equivale a las ganancias de medio año de cualquier keniano pobre. Aquí las cremaciones no funcionan, será por costumbres sociales, e introducir un ataúd en material biodegradable obliga a un cambio de mentalidad, tal y como dice Meshack Dwallow, director de marketing de esta empresa.

Pero el ingenio de los individuos de esta sociedad no termina aquí. Ya comenté que el problema del agua es acuciante. El agua que se distribuye está contaminada y no es apta para su consumo sin ser hervida previamente, lo que a su vez implica el sobrecoste del carbón o gas que en el caso de los más pobres es un problema añadido. La tecnología que han empezado a emplear en los slums, como Kibera, está basada en la desinfección propiciada por los rayos solares ultravioletas. El método es bien sencillo y consiste en introducir el agua en botellas de plástico transparente que se dejan reposar durante unas cinco horas en los tejados metálicos de las chabolas. Como resultado, las familias se ahorran un dinero en combustible y pueden destinarlo a adquirir alimentos.

El método Sodis, como se le conoce, es promovido actualmente por la Organización de Agua de Kenia y Salud (Kwaho) y además de en Nairobi se ha extendido por otras zonas como Kisumu, en el norte y oeste del país.

Y finalmente me referiré al joven de 23 años, Evans Wandogo, un agente movilizador del cambio en Kenia, gracias a su invento de lámparas solares que sustituyen a las de keroseno que se emplean en millones de hogares del país donde no hay electricidad. Se trata de unas lámparas más respetuosas con el medio ambiente pues no emiten CO2 y más asequibles para las comunidades pobres.

El joven ingeniero se enfrenta a figuras empresariales como Richard Branson, presidente de Virgin, en la selección final de los premios “Héroe” que la cadena de información en televisión CNN entregará próximamente. Aquí en Kenia esto se vive casi como una especie de Eurovisión, con las televisiones y los medios escritos movilizando a los kenianos para que apoyen a su compatriota. Ellos le apoyan y yo también.

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Written by: Jorge Mestre
Política internacional

Descenso al infierno de Kibera

7 noviembre 2010 No hay comentarios

Vista panorámica de Kibera

Fuera hace frío y dentro no. Los diminutos pies de Denis están fríos, pero su mirada no. Se chupa el dedo y trata de tocarme con él mi rostro, de forma que hago un gesto esquivo, y su padre, George Ouma, le increpa por su juego. Fuera empieza a llover y este techo destartalado misteriosamente evita la filtración del agua.

Denis a sus tres años es el penúltimo de siete hermanos, con edades comprendidas entre los 15 y los dos años. Apenas balbucea palabras a diferencia de su hermano pequeño, Samuel, que no deja que me acerque a él so pena de romper a llorar. Sus padres, George y Evelyn, de 40 y 30 años viven en un antro, chabola, cabaña, que no llega a la categoría de vivienda, de apenas tres metros cuadrados, sin suelo, con paredes improvisadas por la que pagan 10 euros de alquiler al mes. Este reducido espacio hace las funciones de cocina, dormitorio y de improvisada sala de estar para recibir visitas. No hay aseo, no hay agua, no hay electricidad ni ninguna clase de servicios básicos.

La familia de George Ouma son los moradores del infierno de Nairobi, Kibera, el mayor “slum” o barrio pobre de toda África, del tamaño de dos kilómetros cuadrados y en el que se hacinan casi dos millones de personas que viven con 40 céntimos de euro al día.

George OumaEl ambiente en la chabola de la familia Ouma es irrespirable, una mezcla del keroseno de su única lámpara que les ilumina, unido al olor al carbón que emplean para cocinar, y la goma que George emplea para unir las suelas de las chanclas que el mismo fabrica de forma artesanal. “Al día vengo a hacer una diez”, me comenta, cantidad que resulta insuficiente para sacar adelante todos los meses a su familia. En ese momento recuerdo la talla de mi hija y le pido que me elabore un par de la talla 30, pero tiene ya unas fabricadas y me las ofrece. “¿Cuánto?”. “Doscientos shillings (dos euros)”, me pide. Le ofrezco 1.000 shillings, el equivalente a sus ganancias en medio mes, y por supuesto que no tiene cambio si no tiene dinero. “No importa”, le replico, “para mí, 1.000 shillings”.

La vida de George por sacar adelante a su familia es muy dura. Trata de ganarse honradamente la vida, pero cuando intenta vender las sandalias en el centro de Nairobi, la policía les persigue del modo que en España, porque claro no paga impuestos, y si le alcanzan pueden requisarle todo.

Denis sigue en mis brazos, y a medida que me gano su confianza, se acurruca sobre mí. La mirada de estos niños está perdida, maduran a pasos agigantados, pero agradecen las mismas tonterías que los niños de todo el mundo. Creo, de hecho, que los niños de todo el mundo hablan y entienden el mismo idioma.

La sonrisa de Denis y la de sus hermanos reconforta a cualquiera. Les construyo barcos de papel y les escribo su nombre sobre cada uno de ellos: Kevin Ochieng, Moses Otiend, Kennedy Omiandi, Vivian Akinyi, Denis Odhiambo, Samuel Onyango…, pero falta Monicah Awind. “Ella está en misa, ahora regresará”, me comenta George.

La fe es lo único que le queda a toda esta gente. Monicah quiere ser religiosa católica. Hoy domingo las numerosas iglesias que se levantan sobre Kibera están en plena ebullición de gente, cantos y rezos. Son centros de culto cristianos, protestantes o católicos, igual da, el caso es que rezar es la única válvula de escape que les queda a los moradores de este maldito lugar del que el resto del mundo parece haberse olvidado.

Más de la mitad de sus habitantes no tiene el apoyo económico de nadie, ni ONGs, ni gobierno, ni autoridades locales. Creer en Dios es su consuelo. La familia de George y Evelyn es una de las miles que malviven en Kibera y David Monari ayuda. Aquí, el SIDA, la malaria, las fiebres tifoideas, la hepatitis y los problemas respiratorios son cotidianos. Previamente al descenso a este infierno hemos comprado algunas provisiones para ellos, azúcar, jabón, maíz…

Pero son las dos de la tarde y aún conservo en la memoria la hediondez que se desprende en Kibera tras dos horas de nuestro regreso. Allí no hay mercado de drogas, porque no hay dinero para adquirirlas, el único mercado que hay es el del sexo.

Pese a que la prostitución está castigada en la legislación de Kenia, las niñas y las mujeres se prostituyen en las chabolas. La prostitución pone incluso en riesgo a las niñas desde los 9 años de edad con las que cualquier desalmado puede acostarse por 20 céntimos de euro. Las violaciones de mujeres se repiten diariamente. Las mujeres y los niños son la parte más débil de esta comunidad.

“Y que ocurre si un niño nace con cualquier deficiencia psíquica o física”, pregunto. Dos segundos de silencio… “Son lanzados a la basura nada más nacer”, me apunta David. “Pero, ¿y la policía no actúa?”, insisto. “¿Dónde está la policía, tú la ves”, me replica.

Kibera calles en NairobiEs cierto, no se ve por ningún lado. Aquí no hay más ley que la de sus gentes. Los conflictos entre vecinos o familias los resuelven entre ellos mismos. Cuando en Kibera se quema una chabola todos sus moradores fallecen dentro abrasados porque los bomberos no pueden llegar ante la sinuosidad de sus estrechas calles, empinadas y convertidas en un barrizal donde tienes que ir sorteando las piedras y la resbaladiza tierra que forma una pasta con el agua de la lluvia, la orina, los excrementos humanos y la basura. Son los vecinos quienes tienen que extinguir el fuego si no quieren que las llamas se extiendan por todo el poblado y destruyan sus cobertizos.

Mi conversación con los pequeños de la familia de George y Evelyn continúa. Tan sólo el llanto desgarrado de una niña de dos años desde fuera desvía mi atención y me pone en guardia. No sé si tiene hambre, frío, sueño, está enferma o todo ello, pero el caso es que el sollozo de un niño aquí tiene un sonido diferente porque inmediatamente te asaltan muchos interrogantes a la cabeza.

Kevin quiere ser médico y sus hermanos Samuel y Moses quieren ser jugadores del Manchester United. La pequeña Vivian, de 6 años, sonríe con vergüenza. En Kibera los niños albergan la esperanza de salir del sitio maldito algún día y para ello David Monari se esfuerza en dotarles de una educación que les permita ir a la universidad y obtener puesto de trabajo digno, aspiración que comparten sus padres, atrapados desde que nacieron en Kibera y que esperan que sus hijos salgan de aquí cuanto antes. La educación es clave para el futuro de los niños de Kibera.

Los pequeños se cuidan unos a otros con un verdadero sentido de la responsabilidad. Los mayores cogen en brazos a los más pequeños y Denis sigue sentado en mi rodilla. Monicah y Kevin se pasan de brazos a Samuel, que apenas respira bien, por los problemas respiratorios de una bronquitis crónica y asma que padece.

Para el año 2030, el gobierno keniano se ha propuesto acabar con la existencia de los barrios míseros como Kibera en todo el país, pero contribuir a dotarle una vida digna a los dos millones de personas de aquí es una tarea ardua para poder conseguirlo en 20 años.

Durante mi experiencia en Kibera sólo he visto dos individuos de raza blanca, extranjeros, uno de ellos con pinta de fotógrafo de revista norteamericana. El resto de los que acoge Nairobi se encuentra en centros comerciales como Yaya, a menos de un kilómetro de distancia, donde puedes adquirir prendas de Ermenegildo Zegna o Armani a precio europeo. Una gran mayoría de ellos sigue los consejos de sus respectivas embajadas, como la española, que recomiendan que bajo ningún concepto visites Kibera.

Es cierto que este poblado es un infierno. El poblado es atravesado por las vías férreas que unen Kampala con Nairobi. Diariamente, por la mañana y por la tarde, el tren hace su particular descenso a este abismo, gélido, húmedo y nauseabundo, un lugar que debería desaparecer, indigno para Denis, sus hermanos, sus padres y todo ser humano, y que constituye uno de los nuevos campos de concentración del siglo XXI para nuestra vergüenza.

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Written by: Jorge Mestre
Política internacional

Las dos caras de Nairobi

6 noviembre 2010 No hay comentarios


“Jambo, ¿habari gani?” fueron las primeras palabras que dirigí a David Monari, tras aterrizar el jueves noche en el aeropuerto de Nairobi. Siempre he creído que saludar a alguien en su idioma local, swahili en este caso, e interesarse por su estado, es una muestra de cortesía y de respeto que un anfitrión siempre aprecia. En sucesivos posts, hablaré más sobre David Monari, un auténtico prócer de los necesitados, de niños huérfanos y de enfermos de SIDA, que sin estar bajo el cobijo de las siglas de las grandes organizaciones humanitarias, ha puesto en marcha distintos proyectos para dibujar un futuro a esos niños en los que él ve reflejado su pasado.

A David, a su madre y sus hermanos, los abandonó su padre por otra mujer hace cuarenta años en el oeste de Kenia. Se abocaron a la miseria más absoluta, pero con su sagacidad e inteligencia y la ayuda de unos religiosos católicos, logró ir a la universidad e incluso a los EE UU para cursar un máster en Michigan.

Y esa es la razón por la que ahora me encuentro aquí. Mi alma quizás la tenga repartida entre el sueño romántico, periodístico y aventurero. He venido aquí para impregnarme de las lecciones vitales de David y sus colaboradores, sus niños y sus mayores, y vengo a compartir lo que puedan aprovechar de mí. Este era un viaje perdido en el tiempo y tengo ahora una buena oportunidad para rescatarlo.

Desde las primeras horas del día he sido consciente de los enormes contrastes que aquí conviven. La cesta de la compra te puede resultar similar a Europa. Pagar 200 shillings, el equivalente aproximado a 2 euros, por un pedazo de pan, en un país donde el salario medio al mes ronda los 70 euros, puede parecer increíble pero ocurre. En Nairobi si quieres llevar un estilo de vida occidental puedes prácticamente hacerlo, acceso a Internet, a Skype y a Spotify, mis aliados habituales en España, también están presentes aquí, con la gran diferencia que los cortes de luz en la zona donde me encuentro son muy habituales, sobre todo en las épocas lluviosas como la de ahora.

Kenia ganó su independencia en 1963, pero desde entonces la dependencia administrativa de los británicos pasó a ser una dependencia económica de las grandes multinacionales occidentales y asiáticas. Muchas de las marcas que adquirimos y con las que convivimos en España lo hacen aquí también, junto con las ratas y el Sida. Estos dos últimos han perdido todo el respeto a sus habitantes y, mientras ocasionalmente, puedes encontrarte con ellos en Europa, aquí habitan sus calles como unos integrantes más.

Cuando estuve este viernes por la mañana en las oficinas de la embajada de España en Nairobi, lo primero que me insinuaron es que ni se me ocurriera acercarme por Kabira, el “slum” más grande África, por tratarse de uno de los barrios más peligrosos del mundo, una ciudad sin ley, donde supuestamente nadie puede garantizarte ningún sobresalto. David, se sonrió cuando escuchó las palabras de la funcionaria, actitud que ella me recriminó porque volvió a advertirme de los riesgos. “Yo no he venido a Nairobi a recrearme en los pasajes de ‘Memorias de África´”, respondí.

Y es verdad. Pronunciar Nairobi es sinónimo en España a safari y fieras salvajes. No he podido negarme a visitar invitado un parque nacional de jirafas o el memorable museo de Karen Blixen, pero ese Nairobi llevado al cine por Robert Redford y Meryl Streep representa la visión más pija, notable y encopetada de una realidad que fue y sigue siendoi para una minoría.

Las gentes de aquí son amables, risueñas y educadas. Son gregarios por naturaleza. Aquí es normal sentarte a comer en la mesa de otra persona a la que no conoces de nada y entablar conversación. Y como digo, son educados. El analfabetismo aunque parezca sorprendente no llega al 20% de la población, lo que representa un porcentaje muy alto de niños y niñas en los colegios, salvo en aquellos casos que la extrema pobreza no te lo puedan permitir. La enseñanza pública gratuita aquí no existe ni tampoco el derecho a una seguridad social universal al estilo europeo. Los niños que no tienen recursos, pero conservan familia, tienen muy difícil poder ir a la escuela, salvo que intervenga la caridad individual o colectiva.

Pero el problema de la educación es saber darle una salida. “Si a la gente no le enseñas que puede hacer con sus estudios, no logras nada”, me explica David, y si a eso le sumamos que un 40% de la población está en paro, la situación se complica aún más.

Y el día se acaba cuando el sol decide emprender su marcha. No hay alumbrado público. Las lámparas de keroseno, evocadoras de viejas películas, me devuelven parcialmente la sombra perdida hace un rato y una relativa libertad de movimiento. Al menos hasta que vuelva la electricidad.

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Hola, mi nombre es Jorge Mestre. Soy profesor universitario de Relaciones Internacionales, periodista y analista de política exterior. Este es mi blog, donde subo mis artículos y cosas interesantes que leo o veo. No te pierdas mis novedades.

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