El pasado 8 de julio tuve la oportunidad de abordar en el curso de verano de la UIMP de Valencia, «Identidad europea, ciudadanía y globalziación», una charla sobre la influencia de la geopolítica en la globalización, así como poder analizar varios enfoques actuales como el de los apocalípticos de la globalización con motivo de la crisis económica, debate muy similar al producido tras el 11-S, y poner sobre la mesa la reacción mundial ante una enfermedad global como la Gripe A. ¿Ha funcionado mejor la OMS o cada estado autonómamente? En la mesa también estuvieron Josep María Felip, Alexandre Catalá y Alessandro Morello, quienes pudieron ilustrar a la asistencia con unas magníficas exposiciones. Y por supuesto, reconocer el esfuerzo en la organización de un seminario de estas caracteríticas a los escritores Josep Carles Laínez, Rosa María Rodríguez Magda y al politólogo Alessandre del Valle.
A continuación, posteo mi intervención de aquel caluroso día.
En este año de crisis económica mundial a algunos economistas les preocupa que la actual recesión pueda simbolizar el principio del fin de la globalización. Es el mismo debate que hubo en 2001 tras el ataque terrorista a las Torres Gemelas.
Por aquel entonces, se comprobó finalmente que la globalización estaba viva y sana, con dos ejemplos muy claros situados en los dos países más grandes del mundo, India y China, en donde la apertura de esas economías al comercio de bienes y servicios se probó como la mejor forma de sacar de la pobreza a sus ciudadanos.
Aunque la globalización fuera puesta en entredicho en Europa y Estados Unidos, en lugares como China y la India era fácil encontrar una gran predisposición por la participación en el proceso de expansión económica. Así, en lugares como Bangalore, el Silicon Valley de India, cientos de miles de jóvenes, la mayoría de familias de clase baja, repentinamente progresaron socialmente, adquirieron viviendas dignas y vehículos propios tras haber cursado estudios técnicos y haberse unido a empresas de software e ingeniería del país. Todo ello fue gracias a la globalización.
Personalmente he podido comprobar recientemente la apasionante aventura de crear un nuevo sitio web dedicado al comercio electrónico en España que ha sido desarrollado en tres meses por varios de estos profesionales indios de entre 20 y 25 años que trabajan en la ciudad india de Pune en el estado de Maharashtra. No tengo el gusto de conocerles personalmente, tampoco era necesario. Lo que sí he comprobado es la flexibilidad de ellos para exportar conocimiento y amoldarse a los requerimientos culturales de un país separado del suyo por 8.000 kilómetros.
La imagen de la India ha pasado de ser la de un país tercermundista, de encantadores de serpientes a otro de jóvenes informáticos brillantes. ¿Significa esto que no haya indios pobres? Por supuesto que no y de eso hablaré en unos minutos.
Volvamos ahora a la actualidad a la que antes me refería. Hasta hace año y medio, se pensaba que la globalización hacía cada vez menos importantes a los gobiernos. Los flujos privados de bienes, capitales y servicios habían hecho de los estados actores casi enclenques. Los gobernantes elegidos eran vistos como menos importantes en la toma de decisiones.
Por tanto, hay quienes creen que la crisis financiera internacional ha puesto estas ideas en entredicho, del mismo modo que ocurrió por temas de seguridad nacional tras el 11-S. Los bancos centrales de las economías desarrolladas comenzaron el pasado año a nacionalizar bancos y creo que hay mucho de verdad pensar que la globalización económica está sufriendo por la crisis actual. Sí. Los flujos comerciales e inversores están cayendo, están surgiendo barreras arancelarias y uno de los daños secundarios de las nacionalizaciones bancarias y de los rescates es el proteccionismo financiero.
Sin embargo, ese aspecto tan sombrío no significa el fin de la globalización entendida como un incremento de las redes de interdependencia. La globalización posee otras muchas dimensiones, que no han sido perjudicadas por la crisis económica mundial, e incluso es posible que algunas de ellas, como el terrorismo o narcotráfico, prosperen en esta tesitura de mala situación económica.
Hace mucho tiempo que nuestra sociedad decidió entrelazarse con el resto del planeta. Ésa es la razón por la que ahora la inestabilidad política en cualquier parte del mundo nos afecta a todos, a nuestras rutas comerciales y a nuestros mercados y proveedores internacionales.
Dependemos tanto de los demás que si hace unas décadas le hubiéramos preguntado a algún político el nombre de algún país irrelevante bajo el punto de vista geopolítico y para nuestros intereses nacionales, no cabe duda que la lista hubiera comenzado por estados como Afganistán o Haití, a pesar de que finalmente se reconociera que eran tan importantes como para justificar el envío de tropas a esos lugares.
Como relató hace varios años Jared Diamond, hoy día el mundo ya no afronta sólo el riesgo bien delimitado de que una sociedad como la de los mayas se desmoronase de forma aislada sin afectar al resto del mundo. Al contrario, las sociedades están en la actualidad tan interrelacionadas que el riesgo es muy serio. Esta conclusión le resultará familiar a cualquier persona que invierta en los mercados de valores de Japón o Estados Unidos. De hecho, ni siquiera Estados Unidos puede salvarse con sólo impulsar sus propios intereses a expensas de los intereses de los demás.
Cuando la remota Somalia estalló, allí fueron tropas estadounidenses; cuando las antiguas Yugoslavia y Unión Soviética se colapsaron, de allí salieron riadas de refugiados en dirección a toda Europa y al resto del mundo; y cuando se propagaron nuevas enfermedades en África y Asia, esas enfermedades se extendieron por todo el planeta.
Actualmente, la totalidad del mundo es una unidad independiente y aislada, como en su día lo fue el Japón de la dinastía Tokugawa, conocida por adoptar una postura de aislamiento absoluto frente al resto del mundo y en la eliminación de influencias externas por cualquier medio. Tenemos que darnos cuenta como hicieron los japoneses de que no hay ninguna otra isla a la que podamos dirigirnos en busca de ayuda o a la que podamos exportar nuestros problemas. Al contrario, tenemos que aprender, como hicieron ellos, a vivir por nuestros medios.
Las esperanzas radican en otra consecuencia de la interrelación del mundo globalizado moderno, como puede ser Internet. La Red nos habla de lo que ha sucedido en China, Irán, Somalia u otros estados fallidos hace unos minutos. Los documentales o libros también nos enseñan qué ocurrió para que los habitantes de la Isla de Pascua se desvanecieran. Así pues, tenemos la oportunidad de aprender de los deslices de sociedades remotas y de sociedades del pasado. Esa es una oportunidad de la que no gozaron nuestros antepasados.
Así las cosas, preguntémonos ahora qué tienen en común dos estados como Uganda y Suiza. Ambos son países sin salida al mar, está claro, pero mientras que el acceso de Suiza al mar depende de la infraestructura de Alemania e Italia, Uganda está influenciada por las pésimas comunicaciones de Kenia.
Por tanto, para un país como Uganda, le resulta muy complicado que sus productos nacionales puedan acceder al mercado global en condiciones ventajosas. En opinión de Jeffrey Sachs los países sin acceso al mar pierden casi 1 punto en sus tasas de crecimiento anual del PIB. A este dato hay que añadir que el 38% de personas del “club de la miseria” definidas por Paul Collier vive en países sin acceso al mar, lo que es un verdadero problema para África.
Collier piensa que los países del club de la miseria donde viven cuatro mil millones de personas que han emprendido el camino del desarrollo han caído en una o varias trampas de las que no es fácil salir y que por ello están perdiendo la oportunidad de subirse al tren de la globalización en el momento adecuado.
Joseph Stiglitz manifestó que la globalización podría estar creando países ricos con gente pobre. Esto es lo que pudo estar ocurriendo en sitios como en Sudáfrica donde el gobierno posterior al Apartheid adoptó una economía de libre mercado que llevó a crecimientos económicos continuados del 4-5%, aunque poco hizo por revertir las desigualdades o los altos niveles de desempleo.
La escuela de pensamiento realista de Relaciones Internacionales consideró en su día que aparte de la importancia de los factores geográficos en la configuración del poder estatal, existen otros como el territorio, población, clima y distancia entre estas entidades jurídicas.
De este modo, los países que sufren presión medioambiental, están superpoblados o ambas cosas corren el peligro de ver acentuadas sus crisis políticas y de que sus gobiernos se vengan abajo. Cuando la población está desesperada, mal alimentada y carece de esperanza, culpa a sus gobernantes, a quienes considera responsables o incapaces de solucionar los problemas. En esas situaciones posibles la población trata de emigrar a cualquier precio, se enfrenta por la tierra, se mata entre sí, se desencadenan guerras civiles o, puesto que piensa que no tiene nada que perder se vuelven terroristas o apoyan y toleran el terrorismo.
Las consecuencias de estas claras vinculaciones son los genocidios como los que ya se desencadenaron en Camboya y Ruanda. O las guerras civiles y revoluciones como las que han tenido lugar en muchos países. O las apelaciones al envío de tropas occidentales en Afganistán, Haití y Somalia. O el colapso de los gobiernos centrales como ya ha sucedido en Somalia o Sudán.
Hoy en día, el mundo se asemeja a una aldea, donde cada uno está conectado con los demás en cualquier rincón del planeta. Sin embargo, para aquellos cuyo viaje incluye un largo periplo en patera a través de mar abierto o en camión a través de un desierto, la globalización es a menudo imperdonable.
Millones de personas cada año tratan de emigrar, legal e ilegalmente, de los países pobres a otros más prósperos. Sin embargo, los pobres del mundo en desarrollo están decididos a no reducir lo poco que tienen para compartir con los inmigrantes extranjeros y, al igual que ocurre con muchos del mundo rico, están levantando barreras a esos inmigrantes para establecerse en su seno.
Junto con el creciente cosmopolitismo de los ricos y de los profesionales de la nueva economía, la globalización ha ido acompañada de un aumento de la xenofobia. Xenofobia que es peligrosamente alimentada por las teorías de la conspiración que explican el origen de la crisis económica actual, a menudo atribuidas a individuos o a países extranjeros. En Estados Unidos, muchos aseguran que la causa de la recesión son los excedentes chinos, y en otros países como España el propio presidente del Gobierno ha responsabilizado a EE UU, Bush y Aznar.
Estas manifestaciones que son pronunciadas como pequeñas medidas de proteccionismo comercial, pueden generar sentimientos xenófobos poderosos y muy extendidos.
El fenómeno adopta una forma violenta como se pudo comprobar el pasado junio en Irlanda donde veinte familias rumanas tuvieron que refugiarse en una Iglesia para evitar los ataques racistas a base de pedradas e insultos por parte de algunos irlandeses, lo que les obligó a regresar a su país.
La llamada ultraderecha también avanzó en las pasadas elecciones europeas en nueve de los 27 países miembros. Las encuestas muestran que incluso EE.UU., una nación construida sobre la inmigración, es ahora más hostil a la inmigración que en cualquier otro momento de su historia. De hecho, en 2007, una encuesta del Instituto Pew reveló que en la mayoría de países del mundo excepto Japón, Corea del Sur y los territorios palestinos había una opinión mayoritaria en contra de la inmigración.
Hay muchas lecciones que pueden extraerse de la violencia sobre inmigrantes. La principal de ellas puede ser que la xenofobia tiene que ver menos con el color de la piel que con los recursos, y que los Gobiernos harían bien en concentrarse menos en las brechas del pasado basadas en las diferencias raciales que en la brecha actual de los pudientes y desposeídos.
Estamos pues acostumbrados a pensar en la globalización en términos de que nosotros, los habitantes ricos y avanzados del primer mundo, enviamos nuestras mejores cosas, a esos pobres habitantes atrasados del tercer mundo. Pero la globalización no significa llevar sólo cosas buenas desde el Primer Mundo al Tercer Mundo. También sucede que les llevamos lo que no queremos. Por ejemplo, la demanda de recursos naturales por parte de los países ricos aumenta más rápido que la oferta, y a veces se produce escasez, con lo que tenemos un condicionante más para el estallido de conflictos armados.
Y también es verdad que la población del tercer mundo, puede enviarnos sus propias cosas negativas: sus enfermedades, como el sida, el cólera, y otras enfermedades transmitidas inadvertidamente por los pasajeros de los vuelos transcontinentales; o bien los terroristas y otras consecuencias derivadas de los problemas propios del Tercer Mundo.
En los últimos meses hemos vivido pandemias como la Gripe A, más conocida como gripe porcina en el resto de países. ¿Qué hacemos frente a estas situaciones? ¿Construimos instituciones mundiales centralizadas lo suficientemente fuertes como para responder a las amenazas transnacionales? ¿Hacemos lo que el papa Benedicto XVI ha sugerido en su encíclica social “Caritas un Veritate” de gobernar la globalización a través de una verdadera autoridad política mundial? ¿O seguimos confiando en las decisiones descentralizadas de los Estados-nación?
Hace dos años, el profesor de la Universidad de Princeton, John Ikenberry, escribió un magnífico trabajo sobre el supuesto de una respuesta centralizada a los problemas globales. Sostuvo que Estados Unidos debe ayudar a construir una serie de instituciones multilaterales que hagan frente a los problemas mundiales. A su juicio, las grandes potencias deberían construir una verdadera infraestructura de cooperación internacional, creando capacidades compartidas para responder a una amplia variedad de contingencias.
Si se aplicase esa lógica a la Gripe A, podrá decirse que el mundo debería reforzar la Organización Mundial de la Salud para darle la facultad de analizar la propagación de la enfermedad, decidir cuándo y dónde son necesarias las cuarentenas y organizar una respuesta mundial única.
Si tuviéramos una organización de dichas características, no tendríamos que asistir a las fricciones surgidas con el enfoque descentralizado. Europa ofendió hace dos meses a EE UU por alertar a sus ciudadanos de no viajar al otro lado del Atlántico. Rusia restringió las importaciones de carne de cerdo de España. El temor a una pandemia conduce a una carrera restriccionista, donde los países compiten por restringir movimientos y levantar muros.
Esos peligros son reales. Sin embargo, hasta ahora, esa no es la lección de esta crisis sanitaria. La respuesta a la Gripe A ha sugerido que un enfoque descentralizado ha sido el mejor.
En primer lugar, porque el enfoque descentralizado ha sido mucho más rápido. México respondió de manera unilateral y agresiva cerrando escuelas y cancelando eventos. Casi todos los países occidentales respondieron a una velocidad asombrosa, teniendo en cuenta que había aún pocas personas afectadas.
Si la respuesta hubiera estado coordinada por un organismo mundial, los funcionarios españoles, franceses o italianos no se sentirían competentes en la materia. El poder sería ejercido por funcionarios en zonas alejadas y emocionalmente distantes de la verdadera zona cero.
En segundo lugar, el enfoque descentralizado resulta más creíble. Es un hecho de la naturaleza humana que en tiempos de crisis, a la gente le gusta sentirse protegida por los suyos. Las personas tendemos a confiar en aquellos que comparten una experiencia, en quienes comparten unos valores culturales acerca de las enfermedades y amenazas y en quienes tienen la legitimidad para tomar distintas opciones. Si alguna autoridad restringe la libertad, debería ser alguien elegido por el pueblo democráticamente, no un extraño.
La Gripe A no es sólo una simple emergencia sanitaria. Ha sido una prueba para saber cómo vamos a organizarnos en este siglo XXI. Lo que ha quedado demostrado hasta ahora es que la subsidiariedad funciona mejor.