Este 29 de septiembre de 2010, mientras España estaba en huelga general, el resto del mundo hervía. Se ha hablado de pérdidas de derechos laborales, sociales, desprotección, etc., pero en el mundo en que vivimos sólo hay dos caminos, o el del Estado mantenedor, el gran Leviatán, que sufraga a golpe de subvención intervencionista la falta de competitividad de las empresas, trabajadores, los sectores productivos y la nula producción del conocimiento, o el del Estado que se encarga de crear las condiciones favorables para la creación de empresas, innovación, conocimiento e incentivar a los mejores. Eso se logra a través de la creación de una legislación laboral flexible, un marco fiscal favorable y el impulso de la educación e investigación universitaria. Son los dos modelos a elegir por cada país.
Hace 25 años la primera opción era la fácil, la menos contestataria y la de mayor rédito electoral. Sin embargo, a estas alturas del partido la única opción que le queda a Occidente es la segunda. Los sindicatos lanzan las mismas soflamas que en sus huelgas generales de los años 80 porque creo que no se han querido enterar de la liga que jugamos ahora, que los centros de gravedad económicos ya no se sitúan en este lado del mapa, sino a miles de kilómetros, como India y China, y que si no queremos perder el tren de la competitividad, no nos queda más remedio que aceptar una reforma laboral más que necesaria.
Creo que el gobierno de Zapatero no es responsable directo de situaciones como la evolución de las minas del carbón en Castilla y León, como tampoco lo fue el gobierno de Felipe González sobre el sector siderúrgico de Sagunto. Pero sí que son responsables de no haber advertido antes la situación y que la falta de competitividad de la minería de la provincia leonesa se haya hecho insostenible ahora cuando no hay opción alternativa para todos los trabajadores empleados en dicha industria.
Hace 30 años, los empresarios del automóvil de los EE UU no se explicaban cómo podría ser que los fabricantes de Japón les superasen en producción mundial de vehículos. Así que decidieron viajar al país asiático para ver qué ocurría. Allí descubrieron que el secreto del éxito de Japón no estaba en una mano de obra barata o en las ayudas del gobierno, sino en su política del “lean manufacturing”, sistema basado en la mejora continua y en producir los productos que el cliente verdaderamente necesita.
Ahora algo muy similar está ocurriendo en el mundo en desarrollo. No creo que sea noticia afirmar que los nuevos centros de gravedad económicos se desplazan hacia los mercados emergentes.
Si adquieres un nuevo un teléfono móvil seguramente estará fabricado en China. Si tienes un problema con Orange, Vodafone o Movistar, la llamada será atendida por una operadora de Colombia o Ecuador. Pero los países en desarrollo ya no se contentan con ser una fuente barata de mano de obra y conocimiento de bajo costo.
Actualmente se están convirtiendo en focos de innovación, con grandes avances en todo, desde las telecomunicaciones a la fabricación de automóviles a la atención de la salud. Rediseñan los productos hasta tal punto que logran reducir los costes hasta en un 90%.
Los indios, chinos o brasileños tratan de rediseñar los procesos de fabricación para hacer las cosas mejor y más rápidas que sus rivales occidentales.
Los países ricos pierden progresivamente el liderazgo en ideas innovadoras que transforman las industrias. Esto se debe en parte a que las empresas de los países más ricos realizan más investigación y desarrollo en los mercados emergentes.
Pero también es porque las empresas de los mercados emergentes y los consumidores también suben de categoría. Huawei, el gigante de telecomunicaciones chino, solicitó el año pasado 1.847 patentes, 300 más que las 1.536 que se demandaron en toda España entre universidades y empresas.
Mientras que los sindicatos instaban a secundar la huelga general a todos los españoles, japoneses, estadounidenses y chinos presentaron el día de la huelga general más de un millar de patentes, lo que equivale a más conocimiento, más actividad económica y más puestos de trabajo.
Acabo de revisar los datos de la OMPI que hacen referencia a la situación de la propiedad intelectual en el mundo durante el año pasado, y los datos españoles son desoladores.
No hay empresas españolas entre las primeras 200 del mundo que mayor número de patentes solicitaron en el año pasado (ver cuadro). La actividad investigadora de las universidades españolas también dista a años luz de las primeras 50 universidades del mundo que hacen investigación, en lugares donde se comparte el conocimiento, la tecnología, hasta tal punto que se consiguen sociedades más preparadas para afrontar los retos más inmediatos.
Aquí se habla de acabar con la tarifa plana por parte de Telefónica, en un país como España donde el tiempo dedicado a navegar por Internet es de 12 horas a la semana, mientras que los chinos emplean 20 horas semanales.
Thomas Jefferson, el padre del sistema de patentes, lo explicó muy bien: “Quien recibe una idea de mí, recibe la enseñanza él mismo, sin que por ello la mía disminuya, del mismo modo que aquel que enciende su lámpara con la mía, recibe luz sin oscurecerme a mí”.
Y si en España no nos caracterizamos por nuestra actividad innovadora, no deberíamos hacer nada encaminado a restringir la circulación del conocimiento que se hace a través de la Red. Las ideas son la única materia prima que se propaga a un coste marginal cero. Una vez creadas, las ideas se difunden por todas partes, enriqueciendo todo lo que tocan.
En este sentido, el escritor e investigador William Rosen ha publicado recientemente un libro, “The Most Powerful Idea in the World: A Story of Steam, Industry, and Invention” (“La idea más poderosa del mundo: La historia del vapor, la industria y la invención”) donde rebate la creencia bastante instalada entre los historiadores de que la Revolución Industrial se inició en Inglaterra debido a la gran presencia allí de carbón.
Para Rosen, todo fue consecuencia de la creación de un sistema de patentes desconocido en cualquier país del mundo el que impulsó a los artesanos ingleses al campo de la invención y a los burgueses a apoyarlos financieramente.
Esa es la clave del sistema de patentes. Las empresas ganan dinero con la creación de ideas a través de la ley de propiedad intelectual. Eso es lo que las patentes, derechos de autor y secretos comerciales hacen: contener el flujo natural de ideas en la población durante el tiempo suficiente para obtener un beneficio.
En EE UU, Beth Noveck, una de los miembros de la administración Obama, y autora de un libro titulado “Wiki Gobierno”, ha liderado una iniciativa llamada “echa un vistazo a las patentes” (peertopatent.org), en el cual los ciudadanos apoyan al gobierno a revisar las solicitudes de patentes en un sistema donde se comparte el conocimiento para mejorar el rendimiento del gobierno.
Esta participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos ya la reclamó John Stuart Mill en 1861 y cada vez se hace más necesaria para alimentar la innovación en los países ricos y hacer frente a los cambios de la innovación disruptiva que viene de los países en desarrollo.
Las economías emergentes no son más que un reto que han de conducir a la innovación. Desde dichos países se ha desatado una ola de bajo costo, con innovaciones disruptivas que han llegado a todos los países occidentales y agita muchas industrias hasta sus cimientos. No estamos ante una crisis sin más, sino ante un cambio de modelo.
El cambio será doloroso para los que sigan resistiéndose en ver lo que ocurre a su alrededor, como suele ocurrir con la innovación disruptiva, pero eso es responsabilidad de quienes la ignoran o la desprecian.
Las empresas de los países emergentes están avanzando en un mayor número de frentes que lo que hicieron los japoneses hace 30 años y también lo hacen mucho más rápido, engullendo a los rivales occidentales.
La innovación emprendida en China o la India no se basa únicamente en la imitación y en la mano de obra barata, pues están muy concienciados en rediseñar productos y procesos que recorten gastos innecesarios.
Un ejemplo es el Tata Nano, el coche más barato del mercado, que cuesta 1.500 euros y que se ha conseguido no sólo porque se le han quitado elementos de confort sino porque la compañía india reinventó y minimizó el proceso de manufactura, a través de un diseño innovador.
Todo esto supone una buena noticia para los miles de millones de personas que viven en el BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y otros países en desarrollo. Más consumidores tienen acceso a los bienes y servicios que hasta ahora eran sólo de unos pocos. Y bienes y servicios más baratos serán una bendición para los consumidores occidentales, quienes afrontan unos años de lento crecimiento en sus niveles de crecimiento económico.
A los gobiernos de los países occidentales les corresponde aprender de los errores del pasado, no poner barreras, favorecer la economía del conocimiento a través de la infraestructura necesaria que alimente la creación de empresas, la innovación y el triunfo del talento. Tenemos que ser los japoneses de hace cien años que aprendieron las técnicas de producción masiva de los estadounidenses, para intentar mejorarlas, como hacen actualmente chinos e indios.