“Jambo, ¿habari gani?” fueron las primeras palabras que dirigí a David Monari, tras aterrizar el jueves noche en el aeropuerto de Nairobi. Siempre he creído que saludar a alguien en su idioma local, swahili en este caso, e interesarse por su estado, es una muestra de cortesía y de respeto que un anfitrión siempre aprecia. En sucesivos posts, hablaré más sobre David Monari, un auténtico prócer de los necesitados, de niños huérfanos y de enfermos de SIDA, que sin estar bajo el cobijo de las siglas de las grandes organizaciones humanitarias, ha puesto en marcha distintos proyectos para dibujar un futuro a esos niños en los que él ve reflejado su pasado.
A David, a su madre y sus hermanos, los abandonó su padre por otra mujer hace cuarenta años en el oeste de Kenia. Se abocaron a la miseria más absoluta, pero con su sagacidad e inteligencia y la ayuda de unos religiosos católicos, logró ir a la universidad e incluso a los EE UU para cursar un máster en Michigan.
Y esa es la razón por la que ahora me encuentro aquí. Mi alma quizás la tenga repartida entre el sueño romántico, periodístico y aventurero. He venido aquí para impregnarme de las lecciones vitales de David y sus colaboradores, sus niños y sus mayores, y vengo a compartir lo que puedan aprovechar de mí. Este era un viaje perdido en el tiempo y tengo ahora una buena oportunidad para rescatarlo.
Desde las primeras horas del día he sido consciente de los enormes contrastes que aquí conviven. La cesta de la compra te puede resultar similar a Europa. Pagar 200 shillings, el equivalente aproximado a 2 euros, por un pedazo de pan, en un país donde el salario medio al mes ronda los 70 euros, puede parecer increíble pero ocurre. En Nairobi si quieres llevar un estilo de vida occidental puedes prácticamente hacerlo, acceso a Internet, a Skype y a Spotify, mis aliados habituales en España, también están presentes aquí, con la gran diferencia que los cortes de luz en la zona donde me encuentro son muy habituales, sobre todo en las épocas lluviosas como la de ahora.
Kenia ganó su independencia en 1963, pero desde entonces la dependencia administrativa de los británicos pasó a ser una dependencia económica de las grandes multinacionales occidentales y asiáticas. Muchas de las marcas que adquirimos y con las que convivimos en España lo hacen aquí también, junto con las ratas y el Sida. Estos dos últimos han perdido todo el respeto a sus habitantes y, mientras ocasionalmente, puedes encontrarte con ellos en Europa, aquí habitan sus calles como unos integrantes más.
Cuando estuve este viernes por la mañana en las oficinas de la embajada de España en Nairobi, lo primero que me insinuaron es que ni se me ocurriera acercarme por Kabira, el “slum” más grande África, por tratarse de uno de los barrios más peligrosos del mundo, una ciudad sin ley, donde supuestamente nadie puede garantizarte ningún sobresalto. David, se sonrió cuando escuchó las palabras de la funcionaria, actitud que ella me recriminó porque volvió a advertirme de los riesgos. “Yo no he venido a Nairobi a recrearme en los pasajes de ‘Memorias de África´”, respondí.
Y es verdad. Pronunciar Nairobi es sinónimo en España a safari y fieras salvajes. No he podido negarme a visitar invitado un parque nacional de jirafas o el memorable museo de Karen Blixen, pero ese Nairobi llevado al cine por Robert Redford y Meryl Streep representa la visión más pija, notable y encopetada de una realidad que fue y sigue siendoi para una minoría.
Las gentes de aquí son amables, risueñas y educadas. Son gregarios por naturaleza. Aquí es normal sentarte a comer en la mesa de otra persona a la que no conoces de nada y entablar conversación. Y como digo, son educados. El analfabetismo aunque parezca sorprendente no llega al 20% de la población, lo que representa un porcentaje muy alto de niños y niñas en los colegios, salvo en aquellos casos que la extrema pobreza no te lo puedan permitir. La enseñanza pública gratuita aquí no existe ni tampoco el derecho a una seguridad social universal al estilo europeo. Los niños que no tienen recursos, pero conservan familia, tienen muy difícil poder ir a la escuela, salvo que intervenga la caridad individual o colectiva.
Pero el problema de la educación es saber darle una salida. “Si a la gente no le enseñas que puede hacer con sus estudios, no logras nada”, me explica David, y si a eso le sumamos que un 40% de la población está en paro, la situación se complica aún más.
Y el día se acaba cuando el sol decide emprender su marcha. No hay alumbrado público. Las lámparas de keroseno, evocadoras de viejas películas, me devuelven parcialmente la sombra perdida hace un rato y una relativa libertad de movimiento. Al menos hasta que vuelva la electricidad.