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Kibera desde Kibera

22 noviembre 2010 No hay comentarios

Kibera en Nairobi

Este domingo por la mañana volví a efectuar nuevamente mi descenso al infierno de Kibera. En la imagen de la izquierda puede verse una imagen parcial del barrio tomada desde la Escuela de Educación Infantil Esperanza, un centro para 25 niños del mismo barrio con edades comprendidas entre los 3 y los 5 años, que fueron recogidos de las calles del barrio para poder iniciarles en el camino de la formación y conseguir que vayan superando escalones para poder tener un futuro más prometedor que el que tuvieron sus padres.

En la imagen de la derecha, la vía férrea que cruza este «slum» y que une Kampala en Uganda con Nairobi. Kibera fue un campo de confinamiento de los colones británicos sobre la población negra convertido en el mayor barrio pobre de África donde malviven en condiciones lamentables e inhumanas casi 2 millones de personas. La basura, las bolsas de plástico que se utilizan para almacenar los excrementos humanos, como puede verse en los laterales de la imagen, forma parte de su estampa cotidiana.

Me pareció ver un un pequeño riachuelo cruzando una parte del poblado y cuando pregunté sobre él, me dijeron «no es un ningún río son nuestras cloacas que se deslizan por el barrio asomando su cara como cualquiera de nosotros».

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Written by: Jorge Mestre
Política internacional

Cuando dar de comer resulta ilógico

16 noviembre 2010 No hay comentarios

Mis posts de este mes tienen un cariz particular. Como ya comenté a finales del mes pasado, y pese que hay quien me pide que vuelva a tratar temas de análisis de nuevas tecnologías, innovación y comentarios de actualidad, mi presencia en Kenia durante noviembre tiene ocupada mi cabeza en este país, en su situación y en sus gentes.

Hoy, sin ir más lejos, no estoy satisfecho. Estoy disgustado conmigo mismo y tengo mis razones. Este mediodía, en la sobremesa, los niños y niñas del Colegio Bella jugaron con un balón en condiciones, todo un acontecimiento para ellos, pues siempre lo hacen con pelotas improvisadas de papel y celo.

Decenas de niñas y niños se abalanzaron a seguir el balón en un país donde el fútbol capta el interés de los unos y las otras. Pero al rato tuve que dejar que las chicas sintieran sus minutos de gloria con el balón, pues sino no había manera de que pudieran acariciarlo, ante las patadas, empujones y embestidas de los impetuosos chicos.

Todo era un buen presagio que se truncó en el momento en que se me acercó Dorcas, una niña de 10 años, que me quería decir algo ininteligible ante el albedrío montado. No le di importancia. Al poco Dorcas se volvió a acercar a mí, y esta vez sí que pude enterarme de lo que le ocurría. Con sus ojos en lágrimas me dijo que no podía correr tras el balón, que se encontraba mal, que no tenía energía para poder hacerlo. Dorcas tenía hambre, desde ayer no había probado bocado. A Dorcas se le había pasado recoger su ración de ugali y kale del día en el colegio, anoche tampoco cenó y así llevaba 24 horas de un apetito que la estaba consumiendo.

A la pequeña necesitada de alimento, tratamos de encontrarle algo en la cocina, pero verdaderamente no había sobrado nada. De hecho, aquí nunca sobra nada. Un vaso de té caliente, el chai de los kenianos, era el único desahogo que quedaba en el colegio. Pensé entonces que lo más lógico sería comprarle en los alrededores algún tentempié, idea que se convirtió en ilógica cuando me desaconsejaron emprenderla porque eso supondría que mañana, los 200 niños y niñas de Bella vendrían a mí a pedirme comida.

No haber podido saciar el eterno apetito de Dorcas me tiene jodido. Me pregunto si hoy cenará. Si mañana desayunará. Quiero ir a visitar su casa para conocer la situación de sus padres. He pensado en llevarle mañana alguna vianda a escondidas de los demás. No sé qué hacer. Lo que sí puedo asegurar es que el ejemplo de Dorcas es el caso de cientos, miles realmente de menores que viven en Nairobi, pequeños hambrientos, faltos de esa bocanada de energía para poder crecer, vivir y jugar como niños que son.

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Written by: Jorge Mestre
Política internacional

Los niños de Nairobi, los niños de Bella

8 noviembre 2010 1 comentario

Colegio Bella
Una de las cosas que más maravilla de Kenia es que aquí sí hay sociedad civil. En este país la gente no vive aletargada esperando que llegue “papá” estado a sacarle de sus problemas cotidianos porque saben que no lo hará. ¿Cómo lo va a hacer con un presupuesto de 1.000 millones de dólares y una población de 40 millones de habitantes? No se trata de hacer demagogia, pero la riqueza de alguien conocido por todos como Amancio Ortega, el dueño de Inditex, es 25 veces el presupuesto de Kenia. Y sólo he citado el caso del propietario de Zara, pero por poner otros ejemplos, el patrimonio de Carlos Slim y Bill Gates equivale al presupuesto estatal de Kenia para un siglo de vida.

Otro pequeño huérfano de BellaHago referencia a ello para poner en perspectiva la situación dado que las cifras dichas fríamente sólo provocan le indiferencia. Lo que se vive en Nairobi no se va a solucionar ni hoy, ni la semana que viene, ni en el 2015, y me temo que tampoco en otros países del entorno.

Habrá quien se imagine que aquí la sanidad es gratuita, pues no. Habrá quien se piense que la enseñanza también será gratuita, tampoco. Habrá quien crea que el acceso a los bienes de primera necesidad, agua y electricidad por citar dos, están al alcance de todos, menos aún. Es normal, de todos modos, que un gobierno con un presupuesto de 1.000 millones de dólares no pueda garantizar la protección de sus ciudadanos, y menos aún si tenemos en cuenta que un 15% del dinero lo destina a la erradicación de enfermedades que siguen vigentes como la malaria, sida o hepatitis.

El club de la miseria de Paul Collier es el equivalente como posteé ayer a los campos de concentración del siglo XXI, condiciones inhumanas para millones de personas atrapadas en el remolino de la pobreza que las absorbe, machaca y castiga hasta matarlas.

Aquí hay sociedad civil porque si no fuera por la iniciativa de decenas, cientos de personas, oriundas de aquí, miles de niños no tendrían acceso a la educación primaria. El más de un centenar de colegios públicos, dependientes del gobierno, viene a costarle a las familias aproximadamente unos 200 euros al año, más los costes de uniformes, más libros escolares, más material. Si alguien quiere que su hijo vaya al instituto a cursar bachillerato, debe hacer frente a 500 euros anuales, y en el caso de la Universidad se multiplica su coste por dos.

En una sociedad con 24 millones de personas viviendo con 0,70 euros al día, quién lo va asumir. Por eso, la aparición de escuelas de educación primaria a iniciativa de particulares por todo el país, desprovistas también de agua, luz y comida, es una constante.

Bilha Azenga tiene 61 años y ejerció de profesora en uno de los colegios del gobierno durante cerca de 30 años. Tras su jubilación se decidió impulsar y dirigir Bella Rehabilitation School, un colegio para los niños de edades comprendidas entre los 3 y los 15, que acoge unos 200 niños de los barrios más pobres de Nairobi, como Kibera, Ngando, Githembe, Kimbo, Congo, Kawangwave y Kabiria.

Pequeña de Bella en la cocinaLos niños son huérfanos en su mayoría de padre, con madres enfermas de Sida, seropositivos ellos también, pero han encontrado en Bella ese rayo de esperanza que Bilha les ha puesto en el camino para que se formen, abandonen la calle y se conviertan en el futuro de este estado que les parió en la miseria.

Kevin, de ocho años, vive junto con Bilha y su hija Lydia desde que fue adoptado por ella hace seis años. Se lo encontraron abandonado a su suerte, sucio y magullado, en la puerta del colegio. Desde aquel momento, este pequeño de sonrisa juguetona, vio la luz. Y como él, los otros nueve niños que viven permanentemente en Bella, los niños de Bella a los que me refiero en el título de este artículo.

Otra de las mayores dificultades a la que los profesores tienen que hacer frente diariamente es la distracción de los niños. Pero no son niños que se distraen con el estuche del compañero de mesa o porque jueguen con el lápiz o el cuaderno. No. Están distraídos porque tienen hambre, llevan muchos de ellos sin comer casi un día, y el estómago y el cerebro reclaman con tanta insistencia alimento para mantener el ritmo diario de todo niño, que no les permiten concentrarse.

Niños en clase del Colegio Bella“Teacher, I’m hungry”, profieren a su profesor o profesora. El problema añadido es que el colegio apenas tiene recursos más que para preparar esa masa blanca maciza que es el “ugali”, alimento oficial en Kenia y que diariamente salva millones de vidas, y un poco de repollo rehogado. No existen los almuerzos, ni las meriendas.

Decidimos ir al supermercado. Compramos sacos de azúcar, aceite, soja, arroz y harina de maíz. El ticket de compra no llega a los 40 euros, pero es cantidad suficiente para dar de comer a los cerca de 200 niños de Bella durante un mes.

Otra de las dificultades con el alumnado es que una gran mayoría no están registrados, no están en ningún archivo del gobierno, sus padres no fueron al registro civil y, por tanto, no tienen derecho a nada debido a esta invisibilidad. Esto ha sido precisamente uno de los objetivos del centro para este curso que está a punto de finalizar.

Por Bella ya han terminado la educación primaria más de 150 niños desde su apertura en el año 2000, lista con nombres y apellidos que Bilha, su hija Lydia y el director general, Vincent Jumba, exhiben con orgullo por las paredes de su despacho hecho a base de chapas metálicas y de madera, como el resto de las aulas.

A los niños no parece importarle si sus bancos de madera que recuerdan una época pasada son incómodos o si sus aulas son verdaderos barracones insalubres, porque con el interés que muestran en las clases exhiben su actitud ante la vida. Desde bien pequeños son conscientes de que en Bella se encuentra la llave de su futuro y que una buena educación les puede sacar de la miseria si persisten en ello.

Cuando llega la hora del recreo todos juegan con todos, los de 4 años con los de 15, los de 7 con los de 14 y así sucesivamente, aunque hoy mi presencia les ha roto la rutina de los últimos días. Todos quieren ser fotografiados, preguntarme cosas, requieren mi atención, y como les cuesta pronunciar la “j” y la “g” de mi nombre, empiezan a llamarme “chai”, acrónimo del “teacher” inglés.

Se interesan en preguntarme si este martes voy a ser profesor de ellos. Quedan dos semanas para terminar las clases y un repaso antes de los exámenes puede ayudarles, así que mañana rescataremos las matemáticas para los pequeños de 8 años y el inglés para los de 14. Estoy contento de ser un “chai” más a partir de mañana en Bella.

Una mirada que lo dice todo

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Written by: Jorge Mestre
Política internacional

Descenso al infierno de Kibera

7 noviembre 2010 No hay comentarios

Vista panorámica de Kibera

Fuera hace frío y dentro no. Los diminutos pies de Denis están fríos, pero su mirada no. Se chupa el dedo y trata de tocarme con él mi rostro, de forma que hago un gesto esquivo, y su padre, George Ouma, le increpa por su juego. Fuera empieza a llover y este techo destartalado misteriosamente evita la filtración del agua.

Denis a sus tres años es el penúltimo de siete hermanos, con edades comprendidas entre los 15 y los dos años. Apenas balbucea palabras a diferencia de su hermano pequeño, Samuel, que no deja que me acerque a él so pena de romper a llorar. Sus padres, George y Evelyn, de 40 y 30 años viven en un antro, chabola, cabaña, que no llega a la categoría de vivienda, de apenas tres metros cuadrados, sin suelo, con paredes improvisadas por la que pagan 10 euros de alquiler al mes. Este reducido espacio hace las funciones de cocina, dormitorio y de improvisada sala de estar para recibir visitas. No hay aseo, no hay agua, no hay electricidad ni ninguna clase de servicios básicos.

La familia de George Ouma son los moradores del infierno de Nairobi, Kibera, el mayor “slum” o barrio pobre de toda África, del tamaño de dos kilómetros cuadrados y en el que se hacinan casi dos millones de personas que viven con 40 céntimos de euro al día.

George OumaEl ambiente en la chabola de la familia Ouma es irrespirable, una mezcla del keroseno de su única lámpara que les ilumina, unido al olor al carbón que emplean para cocinar, y la goma que George emplea para unir las suelas de las chanclas que el mismo fabrica de forma artesanal. “Al día vengo a hacer una diez”, me comenta, cantidad que resulta insuficiente para sacar adelante todos los meses a su familia. En ese momento recuerdo la talla de mi hija y le pido que me elabore un par de la talla 30, pero tiene ya unas fabricadas y me las ofrece. “¿Cuánto?”. “Doscientos shillings (dos euros)”, me pide. Le ofrezco 1.000 shillings, el equivalente a sus ganancias en medio mes, y por supuesto que no tiene cambio si no tiene dinero. “No importa”, le replico, “para mí, 1.000 shillings”.

La vida de George por sacar adelante a su familia es muy dura. Trata de ganarse honradamente la vida, pero cuando intenta vender las sandalias en el centro de Nairobi, la policía les persigue del modo que en España, porque claro no paga impuestos, y si le alcanzan pueden requisarle todo.

Denis sigue en mis brazos, y a medida que me gano su confianza, se acurruca sobre mí. La mirada de estos niños está perdida, maduran a pasos agigantados, pero agradecen las mismas tonterías que los niños de todo el mundo. Creo, de hecho, que los niños de todo el mundo hablan y entienden el mismo idioma.

La sonrisa de Denis y la de sus hermanos reconforta a cualquiera. Les construyo barcos de papel y les escribo su nombre sobre cada uno de ellos: Kevin Ochieng, Moses Otiend, Kennedy Omiandi, Vivian Akinyi, Denis Odhiambo, Samuel Onyango…, pero falta Monicah Awind. “Ella está en misa, ahora regresará”, me comenta George.

La fe es lo único que le queda a toda esta gente. Monicah quiere ser religiosa católica. Hoy domingo las numerosas iglesias que se levantan sobre Kibera están en plena ebullición de gente, cantos y rezos. Son centros de culto cristianos, protestantes o católicos, igual da, el caso es que rezar es la única válvula de escape que les queda a los moradores de este maldito lugar del que el resto del mundo parece haberse olvidado.

Más de la mitad de sus habitantes no tiene el apoyo económico de nadie, ni ONGs, ni gobierno, ni autoridades locales. Creer en Dios es su consuelo. La familia de George y Evelyn es una de las miles que malviven en Kibera y David Monari ayuda. Aquí, el SIDA, la malaria, las fiebres tifoideas, la hepatitis y los problemas respiratorios son cotidianos. Previamente al descenso a este infierno hemos comprado algunas provisiones para ellos, azúcar, jabón, maíz…

Pero son las dos de la tarde y aún conservo en la memoria la hediondez que se desprende en Kibera tras dos horas de nuestro regreso. Allí no hay mercado de drogas, porque no hay dinero para adquirirlas, el único mercado que hay es el del sexo.

Pese a que la prostitución está castigada en la legislación de Kenia, las niñas y las mujeres se prostituyen en las chabolas. La prostitución pone incluso en riesgo a las niñas desde los 9 años de edad con las que cualquier desalmado puede acostarse por 20 céntimos de euro. Las violaciones de mujeres se repiten diariamente. Las mujeres y los niños son la parte más débil de esta comunidad.

“Y que ocurre si un niño nace con cualquier deficiencia psíquica o física”, pregunto. Dos segundos de silencio… “Son lanzados a la basura nada más nacer”, me apunta David. “Pero, ¿y la policía no actúa?”, insisto. “¿Dónde está la policía, tú la ves”, me replica.

Kibera calles en NairobiEs cierto, no se ve por ningún lado. Aquí no hay más ley que la de sus gentes. Los conflictos entre vecinos o familias los resuelven entre ellos mismos. Cuando en Kibera se quema una chabola todos sus moradores fallecen dentro abrasados porque los bomberos no pueden llegar ante la sinuosidad de sus estrechas calles, empinadas y convertidas en un barrizal donde tienes que ir sorteando las piedras y la resbaladiza tierra que forma una pasta con el agua de la lluvia, la orina, los excrementos humanos y la basura. Son los vecinos quienes tienen que extinguir el fuego si no quieren que las llamas se extiendan por todo el poblado y destruyan sus cobertizos.

Mi conversación con los pequeños de la familia de George y Evelyn continúa. Tan sólo el llanto desgarrado de una niña de dos años desde fuera desvía mi atención y me pone en guardia. No sé si tiene hambre, frío, sueño, está enferma o todo ello, pero el caso es que el sollozo de un niño aquí tiene un sonido diferente porque inmediatamente te asaltan muchos interrogantes a la cabeza.

Kevin quiere ser médico y sus hermanos Samuel y Moses quieren ser jugadores del Manchester United. La pequeña Vivian, de 6 años, sonríe con vergüenza. En Kibera los niños albergan la esperanza de salir del sitio maldito algún día y para ello David Monari se esfuerza en dotarles de una educación que les permita ir a la universidad y obtener puesto de trabajo digno, aspiración que comparten sus padres, atrapados desde que nacieron en Kibera y que esperan que sus hijos salgan de aquí cuanto antes. La educación es clave para el futuro de los niños de Kibera.

Los pequeños se cuidan unos a otros con un verdadero sentido de la responsabilidad. Los mayores cogen en brazos a los más pequeños y Denis sigue sentado en mi rodilla. Monicah y Kevin se pasan de brazos a Samuel, que apenas respira bien, por los problemas respiratorios de una bronquitis crónica y asma que padece.

Para el año 2030, el gobierno keniano se ha propuesto acabar con la existencia de los barrios míseros como Kibera en todo el país, pero contribuir a dotarle una vida digna a los dos millones de personas de aquí es una tarea ardua para poder conseguirlo en 20 años.

Durante mi experiencia en Kibera sólo he visto dos individuos de raza blanca, extranjeros, uno de ellos con pinta de fotógrafo de revista norteamericana. El resto de los que acoge Nairobi se encuentra en centros comerciales como Yaya, a menos de un kilómetro de distancia, donde puedes adquirir prendas de Ermenegildo Zegna o Armani a precio europeo. Una gran mayoría de ellos sigue los consejos de sus respectivas embajadas, como la española, que recomiendan que bajo ningún concepto visites Kibera.

Es cierto que este poblado es un infierno. El poblado es atravesado por las vías férreas que unen Kampala con Nairobi. Diariamente, por la mañana y por la tarde, el tren hace su particular descenso a este abismo, gélido, húmedo y nauseabundo, un lugar que debería desaparecer, indigno para Denis, sus hermanos, sus padres y todo ser humano, y que constituye uno de los nuevos campos de concentración del siglo XXI para nuestra vergüenza.

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Written by: Jorge Mestre
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Hola, mi nombre es Jorge Mestre. Soy profesor universitario de Relaciones Internacionales, periodista y analista de política exterior. Este es mi blog, donde subo mis artículos y cosas interesantes que leo o veo. No te pierdas mis novedades.

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