Que una tercera parte del casi 1,5 millones de universitarios españoles esté preparando las maletas para buscar oportunidades profesionales en el extranjero debería ser motivo de gran preocupación. Pero no es así. Hasta ahora se ha hablado de esta realidad como un hecho circunstancial rayano entre lo aventurero y lo infortunado de un sistema incapaz de absorber la demanda de empleo de sus jóvenes.
En estos tiempos de crisis nos hemos atiborrado a hablar de los desequilibrios presupuestarios de las administraciones públicas que han dilapidado el dinero de todos de manera desaforada y sin control alguno. Casi todos estos desequilibrios vienen recogidos en la contabilidad de las administraciones y dichas pérdidas aparecen pues allí reflejadas.
Sin embargo, el éxodo de los jóvenes españoles, la gran mayoría universitarios tiene un impacto económico y unas consecuencias sociales en el largo plazo de las que pocos se han parado a pensar por la brecha que separa lo prioritario de lo urgente. No conozco ningún economista que haya hecho un estudio sobre el coste que supone que varios cientos de miles de nosotros acabe buscando mejor fortuna en el exterior.
Podemos hacernos alguna idea. Si cada universitario supone para el erario público unos 7.000 euros y pensamos que en los cuatro años de crisis unos 300.000 jóvenes ya han abandonado el país (las cifras del INE reflejan que el censo electoral de españoles en el extranjero pasó de 1,1 millones en 2006 a 1,5 millones en 2011), habremos perdido unos 2.100 millones de euros en formar profesionales (un 0,21% del PIB) para beneficio de terceros países. Y eso ha sido la tendencia de los últimos años, pero claro está que las perspectivas tan negativas de encontrar empleo contribuirán a una mayor fuga de cerebros de la que ahora conocemos.
Posiblemente la cifra de emigrantes españoles no alcance las cotas de los años 60 del pasado siglo, donde dos millones de personas se vieron obligadas a abandonar su lugar de origen para encontrar empleo. La gran diferencia de la ola de emigrantes actual con aquella es que la de hace cincuenta años estaba compuesta por trabajadores manuales y en un 80% analfabetos, incapaces de situar en un mapa Alemania o Suiza.
Los emigrantes actuales son una pieza clave para el desarrollo no sólo económico de la sociedad española, sino para el mantenimiento de la clase media. No se trata por tanto solamente de la pérdida de profesionales, sino de la pérdida de la clase media que es la que permite un desarrollo equitativo y de igualdad de oportunidades en toda sociedad. Hace cincuenta años emigraban fundamentalmente de las capas sociales con menos recursos y cuyas divisas fueron fundamentales para el desarrollo económico del país.
Los actuales emigrantes son en su mayoría licenciados universitarios a los que ya no les parece claro que la titulación universitaria sea útil en el paralizado mercado laboral de España. No se trata únicamente de contar con un empleo o estar en la calle, sino las inciertas perspectivas que en este sentido hay a medio y largo plazo.
La triste realidad es que esos jóvenes no sólo no pueden desarrollar sus habilidades en nuestro país, sino que además están dispuestos a marcharse para ejercer su profesión. Ese es un fenómeno, nada nuevo, acontecido a lo largo de la historia y que en los últimos años ha acuciado a los países en vías de desarrollo.
Por ejemplo, según Naciones Unidas, India pierde anualmente 2.000 millones de dólares por la emigración de sus informáticos a EE UU. El hecho de que los universitarios indios viajen a estudiar al extranjero supone un coste por salida de divisas superior a los 10.000 millones de dólares anuales. Pero a diferencia de España, el país del sur asiático crece a un ritmo de un 7% anual, tiene una economía muy diversificada, sólo un 10% de paro y, eso sí, ha de hacer frente al desafío que supone reducir las desigualdades económicas y sociales.
A estas alturas trato de buscar el lado positivo para la economía española, para nuestro crecimiento y para nuestro futuro de esta primera ola de emigración del siglo XXI y me cuesta encontrarlo, por no decir que es imposible. Comprendo que hay que atender asuntos urgentes actualmente, pero una crítica generalizada a los gobernantes españoles de los últimos años es su política cortoplacista, más pendientes del día a día, que de la herencia que recibirá la sociedad española en cinco años.