El titular es tan impactante como poco sorpresivo, ya que se trataba de un anuncio que Francia esperaba desde la última campaña electoral de 2007: Sarkozy abre un debate nacional sobre el significado y valor actual de ser francés.
Los medios nacionales aplauden y alientan la decisión, a la espera de la propia opinión del presidente. Mientras, los adjetivos “incendiario” e “inoportuno” copan las cabeceras de los periódicos del resto de Europa. Un análisis más profundo de la medida deja entrever algunos de los defectos y recelos aún existentes en el viejo continente y que contribuyen a alejar a los ciudadanos del ideal y unidad europeos.
El antropólogo francés Régis Meyran ya ha dicho que históricamente los períodos de crisis acentúan el sentimiento xenófobo y racista, como ya ocurriera en la década de los 80 en tierras galas. Mientras, la web www.debatidentitenationale.fr comienza a recoger las impresiones de miles de franceses atareados en obviar a los más de 10 millones de inmigrantes que viven entre ellos, intentando revalorizar los símbolos e ideales pasados para tratar de posponer y esquivar la realidad futura.
Hace algunos siglos, cuando la idea de una Europa unida no era ni siquiera un germen y los estados peleaban entre sí por cuestiones territoriales y a la par económicas, el “ciudadano europeo” ya existía. Cualquier alemán, inglés o francés que alcanzase el lejano oriente, el África profunda o más recientemente la inexplorada América, alardeaba de su condición de europeo. Y sin necesidad de instituciones oficiales que promocionasen la, hoy, UE.
Sin embargo, varias centurias después y cuando la Unión Europea ha adquirido hasta un cariz de marca, es cuando más se quiere acentuar y enfatizar la idea de Estado-nación.
Al borde del 2010, Francia se empeña en delimitar conceptual, jurídica e ideológicamente la idea de la nacionalidad pura, diferenciando claramente entre quienes son franceses y quienes, aunque quieran, no lo son.
Con el fenómeno migratorio en un momento histórico incomparable, los países del primer mundo se afanan en levantar fronteras, físicas y virtuales, que les aíslen de la “intoxicación” que se cierne sobre ellas, ante la alarma global de desnaturalizar las realidades nacionales, las costumbres e identidades propias. Mientras se trata de dar cohesión social a los ciudadanos “nativos”, se blinda la entrada de nuevas formas de entender la vida.
Muchos estados creen que sólo sus ciudadanos pueden sentirse miembros del “exclusivo club de la ciudadanía nacional”. Paradójico, cuando los países miembros avanzan, teóricamente hacia la unidad, y sus ciudadanos ya disfrutan de derechos y obligaciones comunes en su calidad de europeos. Lamentablemente, sólo ocurre en el sentido práctico.
El debate francés sobre la identidad nacional actual no hace más que alentar una nociva realidad demasiado habitual en los estados modernos actuales: un empeño desmesurado por eludir otorgar derechos políticos de participación e integración a colectivos sociales de distinto origen étnico o nacional. Paradójico de nuevo, cuando los países avanzados han conseguido salvar los obstáculos tradicionales de discriminación por sexo, condición laboral o religión.
La diferenciación entre patriotas y no patriotas, entre buenos y malos, simplemente responde al enorme miedo hacia la inmigración. Las naciones más ricas temen que la afluencia de inmigrantes provenientes de regiones menos prósperas (los llamados migrantes económicos) diluya su riqueza. Ese recelo hacia el “forastero” ha revalorizado el derecho de los estados soberanos a decidir quién entra y en qué condiciones sale.
Desde hace cerca de doscientos años y sin que los ideales de la Revolución Francesa parezca que han servido para algo, la idea de ciudadanía y nacionalidad se quieren entrelazar induciendo a la confusión malintencionada.
La ciudadanía implica una cantidad ingente de derechos y privilegios, pero también un conjunto de deberes y obligaciones. Cada miembro del club ciudadano aporta a su vez su importante fuente de identidad personal y autoestima.
Sarkozy, como tataranieto de algún revolucionario francés, haría bien en recordar que la declaración que se aprobó hace más de 200 años era la del hombre y la del ciudadano, no la de los franceses, que el pretende promover.