Me parece una simplificación reducir el debate de Ucrania a un enfrentamiento entre ciudadanos pro-europeos frente a gobierno pro-ruso. A los etnocentristas europeos nos gusta jugar a buenos y malos y encasillar a los manifestantes como gente ansiosa de vivir en libertad frente a la deriva autoritaria del gobierno ucraniano. Sin embargo, entre los manifestantes hay que distinguir aquellos que lo hacen para canalizar sus reacciones a las desproporcionadas actuaciones policiales de finales de noviembre, quienes gritan por las promesas incumplidas del presidente Yanukovich para entrar a formar del club de la UE y quienes están hartos de vivir y trabajar en unas condiciones de vida muy duras mientras los políticos se enriquecen a su costa.
Lamentablemente en la “revolución azul” que asola Kiev hay miles de manifestantes que han querido hacer oír su voz, pero hay otras gentes que exigen el respeto al Estado de derecho por parte de Yanukovich sin respetarlo ellos mismos a través del uso de la violencia, de la ocupación ilegal de edificios públicos, etc. Y eso hay que condenarlo igualmente.
No me gusta Yanukovich, pero he de confesar que tengo una desconfianza generalizada con los líderes políticos ucranianos. No lo reduzcamos a un juego de buenos y malos. No es asumible ni lógico en una supuesta democracia que el presidente de un país se convierta en una de las personas más ricas del país utilizando para ello a sus hijos. O que acabe metiendo en prisión a su rival política. Pero habrá que admitir que todos los predecesores de Yanukovich llegaron al cargo, se sirvieron, robaron y desilusionaron a la población. No ha habido presidente desde la declaración de independencia de 1991 que no se haya aprovechado del cargo para aumentar su fortuna personal y haya establecido una red clientelar. Por tanto, razones para que la revolución azul estallara hace mucho tiempo las ha habido, pero no lo ha hecho hasta ahora.
Por ejemplo, con el encarcelamiento de Timoshenko, más allá de las tiendas de campaña levantadas en el último año y medio en la calle Kreshchatik, o tras la firma con Rusia del acuerdo de permanencia en Sebastopol de su flota militar no hubo protestas. No trato de justificar a Yanukovich con lo que hicieron sus antecesores, pero sí pretendo destacar que las movilizaciones de ahora carecen de la dirección política que hubo en la Revolución Naranja.
Entre los políticos de la oposición que reclaman la caída de Yanukovich parece existir un aprovechamiento del momento para hacer exactamente lo mismo que está haciendo el actual presidente, es decir, corromperse y corromper a todos los que les rodean. De hecho, sólo hay que ver como ni el ex boxeador Vitali Klichkó, ni Arseni Yatseniuk ni Oleg Tiagnibok, despiertan grandes pasiones entre la ciudadanía.
Timoshenko convertida en mártir por el propio Yanukovich perdió unas elecciones en las urnas y Yanukovich las ganó en las mismas. A los ucranianos les gusta la palabra democracia como a millones de personas de todo el mundo, sobre todo a las generaciones más jóvenes y a la gente de mayor nivel cultural, pero si le interrogas a gente que aún conserva la memoria de la era soviética, no son pocos quienes admiten sin vacilaciones vivir mejor en aquella época que en la actual. Combinar democracia y comunismo es una tarea harto difícil, pero hay quien sigue creyendo en ello.
La Europa que otros ansían la interpretan como una panacea alejada del sueño que albergan. Los enormes ajustes financieros y enormes sacrificios a los que debería enfrentarse el país para empezar a integrarse con Europa no serían fáciles de asimilar por una población donde el salario mínimo está en torno a los 100 €.
La situación actual de Ucrania dista mucho de ser el origen de un enfrentamiento civil al estilo de la antigua Yugoslavia. A todos los efectos, Ucrania es una sociedad mucho más homogénea, cultural, religiosa y étnicamente que los Balcanes. Las guerras que han asolado Ucrania siempre han sido para liberarse de un yugo invasor, como fueron polacos, rusos, mongoles u otomanos. A pesar que en las regiones orientales puede existir un vínculo cultural más cercano a Rusia, no es razón para desatar un conflicto intraestatal. De hecho, los ucranianos no han tenido guerras civiles en su historia a diferencia de las que otras sociedades sí han conocido en su recorrido.
Y aunque Yanukovich no sea ejemplo de demócrata, no ha hecho afortunadamente los méritos para estar a la altura de Ceaucescu o de Gadafi como se le quiere comparar. Personalmente pienso que Yanukovich tiene más miedo de abandonar la presidencia por no acabar como Timoshenko en una prisión que por puro apego al poder.
Uno de los errores de Yanukovich en las últimas semanas ha sido no haber escuchado las demandas de los ciudadanos ni haber dialogado con oposición política. El presidente ucraniano se esfumó a China la semana pasada, hizo un alto en el camino para reunirse con el presidente Putin, y pensó que con una actitud distante e indiferente, los manifestantes se diluirían. En definitiva, a Yanukovich no se le ha visto y él ha actuado como si nada. Eso es imperdonable en el presidente de todo un pueblo y, por eso, y por corrupto, por dirigir un gobierno cleptocrático, por llevar el país a la ruina y por no saber defender los intereses de sus ciudadanos, debe convocar elecciones anticipadas y dimitir.
Después de sus 22 años de independencia creo que Ucrania no ha terminado de cerrar su período de transición política y sigue aferrada a viejos fantasmas que la vinculan con la vecina Rusia. El error no sólo ha sido de Yanukovich sino de todos los antecesores que no han sabido abrir nuevos mercados para las ventas de los productos nacionales, no han buscado nuevas alternativas para el suministro de recursos energéticos y se han dedicado a robar al punto de dejar al país casi en la bancarrota.